No me dé usted consejos

Le Pen Francia 2017

En su polémico libro Sumisión, Houellebecq fabuló con una quinta república francesa donde los socialistas, en avanzado estado de descomposición, podrían llegar a dar al 99% (dramatización del autor) su apoyo al partido Hermandad Musulmana, luego singular atractivo para las roídas y altisonantes instituciones y al final, campeón en consonancia. Enric González, corresponsal de carne y hueso desde París, interpreta tras la primera vuelta electoral en Francia que Marine Le Pen, muy referenciada estos días, ha dado un paso a la izquierda para atrapar a los votantes de Mélenchon, quien la crítica ha situado al otro lado del río. La estrategia política sigue fuera del alcance racional del votante, aunque en España algunos se divierten con el cloqueo de las parejas y sus reflejos: para algunos, no necesariamente galófilos, Le Pen resultaría en realidad la salvación concreta de la caducidad, el resorte definitivo del desconcierto, un argumento total por y para el nuevo terror. Si por algo ha demostrado certera simpatía la neopolítica española del pasado lustro, su camarilla más habitual en tertulias, facturas y ridículos, ha sido por el miedo y la provocación sonante: si, en su acelerada senectud, los valientes saben a ciencia cierta que el extremismo es el lugar común del penúltimo paso, qué mejor que Francia para iniciarlo. Francia, el lugar feliz.

Es imposible no tirar una línea al fenómeno Trump una vez que éste se asomó a la victoria. La contracepción del deseo del pueblo es la réplica a los discursos moderados: medios y matemáticos dieron la espalda a lo que en realidad haríamos bien en considerar gente, que no por casualidad parece un término alejado, en espíritu, de la puerca etiqueta que los saltimbanquis del terrorismo le pusieron para empaquetar su caótico precocinado. Muchos reconocen en Le Pen, en su victoria o ascenso, la legitimación de una diplomacia a pecho descubierto, de la arbitrariedad, de la juiciosa molestia que es la representatividad. Están, desde luego, plegando sus pruebas a la inefabilidad de un electorado, el español, aparentemente más cabal y menos permeable de lo que estiman los grupos de comunicación a sueldo de los canutazos. Si Le Pen vence, gana otro ardor imposible de disimular: el de la opción de decidir. En realidad, su sola comparecencia ya es notoria. Ninguno de los políticos de extrema izquierda españoles ha ahorrado denuedo, como ocurriera aquí mismo, en prejuzgar la necesidad de un pueblo al que no se dirigen más que a través de los canales que la vieja política se trajina por costumbre. Cualquiera diría que estén a un paso de implorar a un dios al azar que termine de una vez la democracia: el antieuropeísmo, por ejemplo, es una cristalina pista en esta dirección. Del menudeo anticlerical y el perseverante doble discurso ya se ha escrito suficiente. En Venezuela, por decir, cada intento de 15-M se salda con asesinados y encarcelados sin que aquí ocupe mucho más que el último vídeo de un perro montado en patinete.

Recuerdo nítidamente a Ignacio Escolar de rodillas ante Hollande. Con su elección, el cielo abrió la vista al horizonte del regeneracionismo ilustrado: aquellos que tantearon la ufana utopía del socialismo como atajo se perdieron por el camino de una terca realidad que habitualmente, no sin cierta ironía, han preservado en sus humedales. Unos años después, el socialismo abunda en su miseria -al tiempo que imaginaba Houellebecq, por cierto- y el desafío que los extremismos -populistas o no- plantean a la agenda se sigue percibiendo más como oportunidad que como amenaza por aquellos que beberán, si no de ese sesgo ideológico morrocotudo a combatir, de las migajas que los padres fundadores del metalenguaje político arrojen a sus profesores con escaño. Es asombroso el absurdo que puede llegar a tocar un ignorante con la punta de su valor: así es como se reúnen todos los grupúsculos que concurren luego a la ruleta de los titulares. Véase el adefesio político que deja tras de sí el auge de un partido claramente rival de todo cuanto Francia presumió ser hasta hace no mucho, justo antes de que empezaran a acribillar redacciones y discotecas. La ciudadanía tiene derecho a equivocarse, a conjeturar. Me desvela un refrán en un baldosín: «No me dé usted consejos, sé equivocarme solo»: enseñanza que parece una oración en tiempos de esta guerra que libramos en vida contra los apóstatas del momento político, esos tristes bufones que juegan al retuit mientras el mundo, ahora sí, aparta la vista del vestido azul de Ingrid Bergman.


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