El miedo a Podemos puede llegar a ser tan irracional como lo es la adscripción férrea a su difuso programa en función sólo de lo que se ha venido escuchando –sobre todo, escuchando o viendo- en los diferentes medios de comunicación que han hecho el juego a la alternativa con gusto y, lo más importante, con el consentimiento de estos, que con el propio líder del partido a la cabeza han acabado reconociendo que prestarse a frívolas tertulias es ganar cuando de regalar una imagen aparentemente nueva se trata. Y digo aparentemente porque ya ha recibido todo tipo de nombres, desde bolchevique a fascista, que existían anteriormente. Durante el mimbre de las pasadas elecciones europeas, sobrevoló España un graznido de castigo a los poderosos que en el fondo no debe tener más réplica que en la vida real –como se va demostrando estos días, quién sabe si por coincidencia o no- que acabó entregando representación al partido y la consiguiente subordinación parcial de parte de la prensa y sus más insignes cortesanos, quienes han pasado de la esperanza a la incredulidad, y de la incredulidad en el referido miedo en algunos casos y a la expectación malsana en otros muchos. Para muestra, un botón: los mismos que durante las crisis griega o irlandesa visionaban catastrofistas salvas, hoy aseguran que el país no puede ir a peor, cuando la realidad no se ha cansado de demostrar que en efecto siempre se puede ir a peor. ¿Significa esto que optar por Podemos equivaldría a alinearse con una sórdida aspiración a ir a peor? ¿De refrendar el castigo, no ya a los partidos antediluvianos del país y todas sus ramificaciones infectas, sino a la propia democracia, su representatividad, las estrecheces con regímenes menos permisivos con la libertad, alejados de las realidades nacionales y entregados a la disputa del poder en los medios? No necesariamente.
De ser este un país menos prejuicioso y algo mejor preparado en líneas generales, ni nos hubiéramos dejado robar tranquilamente ni tampoco esta alternativa política fundamentada en el hashtag habría subido tanto en tan poco tiempo. En otras palabras: no es tanto miedo como falta de comprensión. De ambas partes. Una que no quiere explicarse probablemente porque no deba, y otra que si quiere rehacerse no puede perder tiempo a verse reflejada en espejos dados la vuelta. Las inquietudes que rodean a Podemos y sobre todo a quienes sin conocerlos ni haberlos leído la respaldan a capa y espada simplemente porque prometen perseguir y castigar la corrupción, que es como soplar al aire en plena campaña política, devoran semana a semana algo de lo que queda del sentido común en el hombre político español. Las ascensiones tan vertiginosas, sobre todo en Europa, no han ido asociadas en estos años de crisis a buenas ideas ni a buenos programas, sino fundamentalmente a buenos oradores. Y a veces ni tan siquiera eso: a buenos controladores de la opinión pública a través de las vías comunicativas dispuestas a engordar share o duplicar visitas.
Negar que el líder domina todos los espectros mediáticos sería constatar que se flota en otro plano de la realidad fuera del alcance de lo comprensible: saben que España no necesita mucha más credencial que esa. Aquí la charlatanería siempre se ha pagado bien porque entre la multidifusión y el respaldo en las urnas, unos y otros grupos han ido dándose la mano hasta tocar la campana, pero a esta campana le han robado el eco. Todavía nadie ha explicado, sin recurrir a terceros, cuál es el programa idóneo de la formación que promete subir –aunque cualquiera diría que duplicar, a tenor de las palabras de su líder ante Jordi Évole- el sueldo mínimo, entregar a la ciudadanía una renta básica para que subsistan y sobre todo proteger todos los bienes públicos sin ambages. Nadie del entorno ha explicado con palabras y no con trending topics el tema tabú de la relación con países de dudoso calado demócrata cuyo filtro sólo es fiable en Europa a través de sus propios conocedores, pues unos medios sirven al interés de defenderlo y otros al de atacarlo: y por supuesto, que a estas alturas de la vida y habiendo resbalado en tantos charcos de sangre, todavía cueste condenar y perseguir lo que en España ha sido una lacra terrorista demencial durante décadas, no ha de ser tomado más que por una insana provocación a una pirámide que, sí, nada demasiado a gusto entre la burocracia y la compra de favores. Quizá la única comparación que nadie ha hecho aún con este fenómeno sea la que contempló el mundo hace unos años con Obama, porque al primer presidente negro de la historia de Estados Unidos lo votaron después de una agresiva y poderosa campaña en los medios en la que se presentó al globo como la alternativa a los presidentes anteriores y un hombre de paz convencido y sin fisuras, y hoy es el peor valorado de la historia reciente del país sin haber hecho más que haber incumplido unas cuantas promesas, entre ellas la que le llevó al poder. Volviendo a Podemos: es cuestión de tiempo, y queda un intenso año por delante, para conocer hasta dónde llega el apoyo de la comunicación a sus ideas, el silencio a sus discrepancias internas, la lógica mareante de su composición que a mí me ha recordado desde el inicio a esta escena en The Newsroom, y sobre todo, esta nueva actitud de los partidos de mayor solera, que ya no se ríen tanto porque parece que en el fondo, como dicen las madres de los niños que no hacen ruido en la sobremesa, están demasiado calladitos. Será la campaña o será que algo traman, o será que la alternativa a Podemos y sus misterios recónditos y promesas fuera del alcance de lo racional en un país azotado económicamente como es España sigue siendo, y no sabemos qué va a costar más esfuerzo, regenerar de arriba abajo todas las líneas entre el Zapatero sin gluten de la izquierda y el fantasma de la Moncloa de la derecha.