La observación se ha atribuido históricamente al pionero Yuri Gagarin, sin que pasadas las décadas haya consenso sobre su autenticidad. La diatriba enriquece, como el año de las rotaciones de Zinedine Zidane, el mausoleo de las versiones: ¿flor o genio? La triste realidad de San Mamés subraya las necesidades de un Real Madrid asustadizo, con más gracia que gracioso, permeable al destino. Su decadencia hebdomadaria da fe: el aficionado, principal depredador, alborota con su histeria la cadena trófica sin competidores que lo amenacen. A veces tienen razón. Esta puede ser una de ellas: el Real Madrid no reflota y de sus generosas y manifiestas incapacidades asoma una coletilla sibilina, sancionada por la misma muerte. A mayor exigencia, peor correspondencia ante la frustración, que es la única constante vital del hombre. El empate sin goles en Bilbao desenmascaró del todo a un grupo torcido, en ciernes en el mejor de los casos, que como en muchos años anteriores, malversa la regularidad supuesta a los campeones. Porqués hay muchos y de seductor brillo autocompasivo, otra cosa son los cómos. Que partido tras partido el único que logre sortear la soga sea Isco, jugador que retoza ya en su plenitud, emite una señal de escándalo al cielo podrido de Madrid: magia para todos, pero sin público. Ilusionismo de callejón, atenuado, ensombrecido por el desgraciado sino goleador que antes, hiperbolizado, medía la distancia entre lo que el Real Madrid merecía y lo que necesitaba. Pasó así en grandes ocasiones el pasado año, y más valdría a los niños no llevarse a engaños: la alternancia de salvadores presumía una continuidad artificial desnuda este año en el que parecen haberle caídos a muchos jugadores (Modric, Cristiano Ronaldo, Benzema, Marcelo) la edad que delataba su palmarés.
El Atlético aguanta por Griezmann. La afición rojiblanca, ceñida a la autoexigencia -pero mucho más autocomplaciente que la merengue, salvo por los guiños opulentos heredados de la prosperidad de vanguardia- exigía al francés las tres cualidades del fútbol que los menores de los años noventa creen venerar: carrera, compromiso y conversión. Lo primero y lo último se entienden. Ningún entrenador, menos aún Simeone -que no es sólo entrenador- se la jugaría alineando por el bien común a un futbolista al que no considerara digno. Ha ocurrido, casi desde su vuelta, con Fernando Torres: pero también ha pasado con otros como Gabi o Gaitán, por quien bebió las aguas. Juanfran también ha desaparecido a veces del conjunto de preferidos, sin que Milán tenga aparentemente que ver. La otra condición, el compromiso, la exigen cada vez más a menudo quienes peor están dispuestos a pagarla. Griezmann, parece evidente, no salió del Atlético por tener un detalle de pureza con un equipo castigado sin poder fichar y sin que de esto el francés se desgravara un gramo de responsabilidad. El compromiso es un anacronismo acusador, eco de otro mundo y reflejo al final del vacío propio, abismo que sólo el fútbol llena de domingo a domingo. Hasta hace tres partidos, la punta de lanza atlética arrastraba el peor ratio de acierto de su vida en rojiblanco, aunque mantenía intacto el número de intentos por encuentro desde que llegara de San Sebastián. Ocurría, sencillamente, que no acertaba, amenaza no menor habida cuenta de que hablamos del máximo goleador de la era Simeone. La conjunción de las tres exigencias al jugador despejó de nuevo el requisito del amor cuando volvieron a caer las celebraciones. Los hay que no necesitan dios. O eso creen, se dirá Simeone.