Filas ordenadas desde una hora y media antes de su première en España y codazos no figurados por ocupar huecos en la entrada del Meliá Sitges en busca de un selfie antológico; por no hablar de la agitación en los pasillos previos a su comparecencia en sala de prensa, abarrotada como con ningún otro personaje del festival. Nicolas Cage pisaba tierra firme. Empleado por muchos críticos ya como un actor de culto, encabeza el reparto de Mandy, una extravagancia de cicatrices pertinentes que había suscitado rumor en Sundance y Cannes. Casi siempre, la tarjeta de iniciación perfecta para orientar la recepción de una película, de género o no, frente a su potencial. La división en el arte, cuando no patrocinada, fue siempre sana y natural: pero si la pelea con los disidentes se recrudece con tormentosa inflexibilidad, es que hay película. De los tres pases en Sitges el público regresó blanco y la crítica, desorientada. Antes de clausurar Nocturna Madrid, la aceptación de Mandy ya había forzado cambios en su distribución en Estados Unidos, discreta en un principio, para explotar no sólo el irrevocablemente comercial perfil de su protagonista como también esta nouvelle vague de películas inenarrables, que desafían la unanimidad a cambio una mención particular en las listas de rarezas. El fenómeno ha sumado recientemente representantes tipo Mother!, obra de arte de Darren Aronofsky casi irreproducible en España y los círculos muy religiosos, A Ghost Story -trabajo alternativo de Casey Affleck al tiempo de Manchester by the sea- o las impías Clímax (triunfadora en Sitges) o Suspiria, que aún tiene que presentarse a un público español no muy buen pagador, por lo general, de lo incómodo.
La fama de Mandy, en todo caso, la precederá: no es la película del año pero sin duda se atreve con los formatos, esquemas y directrices de este momento que parece reservado al terror de factoría y los clichés desempolvados. Panos Cosmatos, premiado en Sitges, hace lo imposible por sacar lo mejor y lo peor de Cage, encajando su discutible vis cómica en un personaje roto y alucinógeno, alejado del Dios que parece poseerle -pese a la simbología- para vengar el gratuito asesinato de su mujer, a la que raptan y hostigan un ramillete de fanáticos que veneran la charlatanería. Por el camino, en lo que parece una canalla alegoría, el protagonista busca la inspiración en drogas de mayor o menor aceptación y curso legal, aunque repudia y castiga la lujuria -el sexo por el sexo, sin trascendencia- e incluso, ya en una forma altiva, adiestra la fauna en su defensa. El equipo técnico se vacía en la segunda mitad de la película, celebrada a la carrera pretendiendo un apogeo lúdico de venganza: en ningún momento se permite la lástima o condescendencia por cualesquiera de los objetivos salvo por una mujer, pálida y de arrepentimiento sincero, a la que el nuevo encargado de la violencia deja escapar en el único y medido acto de misericordia de su andanza. Como Cage combate fanáticos, apenas encuentra resistencia: revela sus caras de farsantes imbuidos en LSD, megalómanos surcando la psicosis, con la sola fuerza de su determinación. Cuando llega al que se dice su líder, lo que se prevé una confrontación más cinematográfica, aprovechando las pistas anteriores de espectacularidad, se resuelve relativamente rápido con el sometimiento de la cháchara a la simple fuerza bruta de las manos, todavía herramientas de trabajo en el ideal del hombre libre.
Es la primera hora de Mandy la que descubre su particularidad. Los tonos metálicos y melancólicos del tristemente fallecido Johánn Jóhannsson (La teoría del todo, Arrival, Blade Runner 2049, la propia Mother!…), tan reconocibles en cualquier aspiración estupefaciente, van al unísono con segmentos en los que Nicolas Cage, feliz, sólo es testigo de su propia existencia. Hay algo magnético en la forma en que su mujer (Andrea Riseborough: Birdman, Black Mirror…) prepara, en cuerpo y alma, un desenlace imprevisto con narraciones tensas y detalladas y una expresión física imponente, queda y oscura, a la que Cage es completamente ajeno. No está previsto que el de Cage sea un personaje virtuoso, sino únicamente justo: en cambio, el personaje de Riseborough pesa como conector de mundos. No en vano, su fatal suerte es fruto del fervor (o la intolerancia), pero sobre todo de la impotencia del líder de la secta y su sedienta impudicia, primera muestra de la llana humanidad del enemigo. Sólo los enigmáticos sicarios del clan, que se esconden en el bosque y sí parecen designados para la guerra -defienden, nada menos, un laboratorio clandestino- parecen dignos de su propia tragedia. Durante el viaje se suceden las alocuciones que van ganando tono a medida que corre la sangre, y los símbolos esperados (el triángulo, la muerte, el perdón selectivo) ya no disimulan una religiosidad cristiana que además parece el enclave último del improvisado purgatorio del protagonista, ya un hombre fuerte y guiado y no un pobre viudo ensangrentado en calzoncillos. Siempre queda algo más fuerte que la voz, y es el empeño, aunque este lleve por castigo la destrucción. Con el tiempo, Mandy se consolidará como ese clásico en ciernes que amenaza con ser hoy.