La cúpula secesionista ha evidenciado no estar preparada para absorber el impacto de la verdad, pero la Cataluña que vira a la independencia está lo suficientemente lejos de poder representarse en los recurrentes y tramposos ejemplos que sus líderes han utilizado para inocular la mentira de amplio espectro en la plaga que los salva del reflejo. Percutiendo el ánimo propagandístico adecuado, líderes de la fuerza rebelde han sobrenombrado casos lejanos y fuera de contexto, algunos de los cuales han implicado sangre -lo cual hace sospechar de la vía preferida: la violencia, también la administrativa, no puede ser nunca una opción que matizar-. Por supuesto, la experiencia cercana en el tiempo del Brexit ha servido de inspiración, no digamos ya el fallido referéndum celebrado para la independencia de Escocia en 2014. Sin embargo, alusiones al avispero balcánico y a los procesos en Eslovenia -guerra mediante- y Kosovo -sin la aceptación de una parte muy importante de la comunidad internacional, España incluida- encarnan el espíritu único del independentismo catalán actual: la pretendida y literaria unilateralidad que tan irresponsable resulta en la finalidad de cohesionar, y tan improbable en la de dialogar.
Los fieles no precisan, ya se ha comprobado, un líder caviloso sino uno enteramente egoísta, mesías de ventrílocuo y a poder ser, mentiroso de carril. Carles Puigdemont, sellando la deuda que contrajo con la CUP en enero de 2016, ha machacado la hoja de ruta independentista con un ojo en las tendencias y otro en la folclórica manipulación histórica que a su paso van reeditando sus fuerzas ideológicas. Al Brexit aludió cuando Mariano Rajoy dio el penúltimo paso antes de la aplicación definitiva del artículo 155: «El pueblo de Cataluña (sic), el día 1 de octubre, decidió la independencia en un referéndum con el aval de un elevado porcentaje de los electores. Un porcentaje superior al que ha permitido al Reino Unido iniciar el proceso del Brexit…». Cualquiera habría dejado de leer aquí. Entonces David Cameron quiso testar a los oposición con una fórmula democrática que pretendía definitiva, y vaya si lo fue. El 52% -fundamental el voto en Inglaterra- marcó el sí tras comprar la efectiva perorata antieuropeísta -de coletazos racistas y autárquicos-. Cayó el gobierno y emergió el caos. A día de hoy, muchos de los votantes en aquel referéndum todavía no saben exactamente qué implicará, con el tiempo, que decidieran creer que vivirían mejor -o serían más ricos- sin los pakistaníes.
Cataluña no es Escocia, no es Reino Unido y por descontado no será Kosovo ni Eslovenia, aunque la insistencia en usarlos de espejo evoca unas intenciones oscuras que el Estado de derecho -y al final, la propia Unión Europea- necesitará acallar antes de que sea tarde. El 10 de octubre, el día en que Puigdemont declaró la independencia de Cataluña para dejarla en suspenso para comprobar si surtía efecto el chantaje a España, se habló mucho de la vía eslovena. El paralelismo traía más de chapuza que de amenaza: habían pasado diez días desde el referéndum ilegal del 1-O, el mismo tiempo que duró la guerra entre eslovenos y serbios una vez que los primeros tomaran una decisión simbólica similar. Alojz Peterle, primer ministro de la Eslovenia independiente, destrozó la comparativa en una entrevista reciente en El Mundo: «Vivíamos en un Estado no democrático (…) teníamos una provisión constitucional y la autodeterminación estaba ahí recogida. Y el derecho de secesión también. Tuvimos una participación del 90% y el 95% votó a favor de la independencia». Números en las antípodas de aquellos que Puigdemont pretendió malversar para apoyar su bobada: 42% de participación -con las trampas ya sabidas: votos duplicados, municipios con más participación que censo, etcétera- y 90% a favor -también falseado: ¿quién en contra de una declaración unilateral ilegal de independencia iba a tomar parte del teatro?-.
El de Kosovo ha sido otro refrán socorrido y puede que signifique el trampantojo padre del independentismo catalán, dado que la vía de independencia kosovar se fundamentó en una denuncia internacional por la vulneración sistemática y reiterada de derechos humanos. Posterior incluso al pasaje de vis cómica de Puigdemont suspendiendo la declaración de independencia, logró intensificarse mediante la difusión del célebre vídeo ‘Help Catalonia’ la imagen carnal de una España decimonónica y tirana que, como se ha simplificado en las escuelas, mandó a la policía a pegar a un pueblo pacífico que sólo quería votar. Aquí operan los resortes de siempre que flaquea el argumentario, empezando por el uso indiscriminado de los significantes vacíos (justicia, brutalidad, etcétera) y la adopción de otros cuantos malversados, tipo golpismo, democracia o, sin duda el favorito de sus actores, fascismo. La muy bien lubricada maquinaria de propaganda separatista ha funcionado a los percusores con alguno de los colegas internacionales: «En Cataluña ya se puede aplicar la teoría de la autodeterminación terapéutica», publicó un hombre gris de la ONU. Desnivelar este reflejo es harto fácil esta vez: la resolución de La Haya que apoyó la independencia de Kosovo en 2008 certifica, en cambio, que una declaración unilateral de independencia no puede «contrariar un marco constitucional legítimo». Fin de la cita. Kosovo, además, sólo tiene el apoyo internacional importante de la OTAN (86% de países integrantes a favor). Sólo 111 de 193 países de la ONU (el 57%) han reconocido su independencia.
Por si Escocia, Reino Unido, Kosovo o Eslovenia no fueran suficientes, el independentismo catalán ha trabajado también en otros ejemplos más exóticos, como el de Quebec o el de Kurdistán. Este artículo en Letras Libres enfría el interés separatista en la provincia canadiense -que pifió dos intentos independentistas antes de ser reconocida en 2006 como nación dentro del país– con otro de esos argumentos ultimísimos: «El parlamento de Quebec nunca suscribió la constitución ‘repatriada’ desde el Reino Unido en 1982 por el entonces primer ministro Pierre Elliott Trudeau (padre del actual primer ministro canadiense Justin Trudeau). En cambio, Cataluña suscribió la constitución española de 1978». Respecto al vistazo al Kurdistán iraquí, la propia Unión Europea ha trazado diferencias complicadas de reponer: el cuerpo europeo vuelve a solicitar respeto y valor al marco constitucional español e insiste en no comparar «peras con manzanas» en alusión a la referencia asiática, además de marcado carácter extrapolítico -baste como muestra el interés solícito de Israel en reconocerle la autonomía al estado kurdo-iraquí por motivos similares en fondo a los esgrimidos por Kosovo ante los tribunales internacionales-. Aunque todo forma parte del incansable plan para desestabilizar los equidistantes y enviar a la calle a los parroquianos para que arriesguen la sangre que sus representantes nunca se jugarían, no deja de resultar curioso -cuando no decepcionante- que la élite independentista catalana no se baste para argumentar, sin recrearse en los lugares comunes de la metalengua, cómo reclamar un proceso referendista pactado con la nación que los abriga. La fantasía de equipararse a regiones donde se ha sufrido, muerto y matado, queda tan lejos de la pretendida épica separatista que sería justo que un observador parcial no evitara deshacerse en indignación.
Foto de portada | AP Photo / Emilio Morenatti