Negar el luto y la tragedia

luto en el coronavirus 2020

La muerte, desde siempre, ha sido algo que acontece a otros. Este fenómeno evitativo tan humano se ha exacerbado desde hace un par de generaciones a esta parte. El gran avance que ha venido dando la medicina moderna ha reducido la enfermedad a una estadística pequeña, y a la muerte a algo que acontece cuando eres tan anciano que apenas te percatas de lo que te está ocurriendo.

Hasta hace muy poco la muerte era un fenómeno cotidiano que afectaba a casi todo el mundo por igual. Las mujeres estaban acostumbradas a echar muchos niños a este mundo, y a que apenas un par de ellos llegaran a la edad adulta. Sus maridos sabían que la pérdida de sus esposas durante el trabajo de parto era un riesgo más que probable. Una simple gripe o apendicitis acababan con tu vida con la facilidad con la que aplastamos a un mosquito al que hemos sorprendido tratando de picarnos.

Las diferencias, sin embargo, no acaban aquí: había muchas más interconexión y dependencia social. Asimismo, la conciencia diáfana de la enfermedad y la muerte facilitaba –entre otras cosas- que las creencias y los ritos fueran compartidos.

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¿Qué es un rito exactamente? Es una ceremonia social que señala un cambio importante en la vida de una persona, desde que nace hasta que muere. Existen en todas las sociedades, pero se ilustran fácilmente con los sacramentos católicos: bautismo, primera comunión, confirmación, matrimonio y unción de enfermos (que suele administrarse cuando una persona está a punto de morir).

Ahora bien, las sociedades occidentales han dado un cambio radical respecto de lo que acabo de describir. La enfermedad y la muerte son temas olvidados, casi tabú. Lo bueno que podían tener las cuotas de libertad individual que trajo consigo el siglo XX han acabado derivando en un atomismo social bastante exacerbado: las personas tenemos mayor capacidad para elegir con quién queremos relacionarnos pero, irónicamente, esto ha reducido mucho la cohesión de grupo, con todo lo bueno que puede tener y que, no nos engañemos, es también una necesidad humana. Esto, unido a la libertad de culto, ha procurado que quienes son creyentes no lo sean por presión social, sino por motivaciones auténticas. La contraparte es que cada vez ha ido disminuyendo más el número de personas que creen en algo. No me refiero a gente practicante de alguna religión en concreto, sino a individuos plenamente conscientes de la limitación y la muerte y que, ante éstas, se preguntan por las clásicas preguntas: quiénes somos, de dónde venimos y, la más importante, a dónde vamos a comer.

El Palacio de Hielo de Madrid, morgue improvisada durante la crisis

Esto último parece una broma, pero lo cierto es que al memento mori lo ha sustituido un carpe diem mal entendido (porque justo lo que subyace al carpe diem original es la conciencia de la fugacidad de la vida). Que vivimos en una sociedad hedonista que da la espalda a la fragilidad y la limitación no sólo se pone de relieve al comprobar la marginación que sufren enfermos y ancianos; lo que ya resulta sumamente llamativo es el hecho de que una gran parte de la población esté renunciando voluntariamente a la paternidad, dado que ésta implica renuncias y sacrificios.

Sin embargo, no sólo de pan y circo vive el hombre. El ansia de trascendencia es inherente al ser humano, al margen de que uno crea –o no- en la existencia de Dios o en una explicación razonable a la pregunta por el sentido de la vida. No es por ello de extrañar la proliferación de viajes a la India con el ánimo de querer encontrarse a uno mismo, o el interés por otras religiones, incluidas las laicas. Porque sí, el siglo XXI está protagonizado por religiones laicas cuyo centro es el activismo por tal o cual causa: ecología, feminismo, defensa de minorías, animalismo, etc. No digo nada nuevo si comento que esto ha sabido aprovecharlo muy bien la política, en especial la izquierda. Quienes tradicionalmente lideraron la lucha de clases fagocitan ahora todas estas cruzadas posmodernas, con la ventaja de que sus seguidores son creyentes acríticos y, consecuentemente, fanáticos la mayoría de veces.

Todo lo descrito ha afectado de forma severa a algo fundamental en la vida de una persona: el duelo. En general los ritos se han ido diluyendo, o interpretándose como una excusa para una juerga e intercambio de regalos (en este sentido no sorprende que haya habido quienes exigieran al juzgado de turno que sus hijos pudieran hacer la primera comunión civil). Pero el rito que acompaña a la muerte no es susceptible de ser secularizado, convertido en una fiesta. Los ritos funerarios son algo imprescindible para que los allegados puedan iniciar su duelo de una forma sana.

Las personas de las sociedades del s XXI no sabemos cómo reaccionar ante la muerte ni ante el doliente


La muerte es vivida ahora de forma muy distinta. En la mayoría de veces se produce en hospitales, por una tendencia al encarnizamiento terapéutico. El proceso que sigue al deceso está, además, excesivamente burocratizado; en primer lugar, por razones de higiene. Segundo, porque son ahora las empresas las que se ocupan de todo lo relacionado con ello. Para rematar el asunto, normalmente las funerarias suelen ofrecer una ceremonia religiosa que a la mayoría de personas les resulta ajena, tanto en el fondo como en las formas. 

El resultado es que las personas de las sociedades desarrolladas del siglo XXI no sabemos cómo reaccionar ante la muerte, ni mucho menos ante el doliente. La muerte es un hecho que no queremos aceptar -ni tenemos medios con los que hacerlo- porque no nos hemos parado ni un minuto a pensar seriamente sobre ella. De ahí la proliferación de frases sin sentido como «buen viaje» ante el deceso de alguien, normalmente publicadas en redes sociales como un intento de catarsis que en nada se parece a la que facilitan los ritos funerarios tradicionales vividos en comunidades cohesionadas. Todo este cóctel se ha puesto aún más de relieve con la trágica pandemia que estamos sufriendo todos, y merece la pena dedicar unos minutos a reflexionar sobre lo que se está poniendo en juego.

En primer lugar, si de normal el duelo no se vive con la naturalidad con la que se hace en otras sociedades, todo el contexto que ha rodeado al coronavirus ha propiciado que la experiencia de la enfermedad y muerte de los seres queridos haya sido directamente truncada de forma excepcionalmente trágica. Las personas no han podido estar al lado de sus seres queridos en el momento de su fallecimiento. Quienes sí lo han hecho, nuestros sanitarios, lo han vivido de forma reiterada, exhaustos e impotentes, por lo que no sería de extrañar que esto pueda dejarles secuelas psicológicas. Asimismo no debemos olvidar que, durante este tiempo, no sólo no han podido celebrar funerales con normalidad los familiares de personas fallecidas por coronavirus; debido a las altísimas restricciones de la cuarentena, demasiada gente no ha podido asistir a las exequias de sus seres queridos –fallecidos por cualquier otro motivo-, al estar limitados los aforos a tres personas en las funerarias.

La reacción de autoridades y medios de comunicación afines (que son casi todos) ante la tragedia ha sido ocultarla de forma sistemática


En segundo lugar, la reacción de las autoridades y los medios de comunicación afines (que son casi todos) ante esta tragedia ha sido ocultarla de forma sistemática, hasta el punto de no promover el duelo social y nacional. No contentos con esto, han vertido sus peores críticas contra aquellos líderes que sí han querido asumir el duelo. Es surrealista que, ante la ingente cantidad de errores que ha ido cometiendo el gobierno, tanto los medios como una gran parte de la población española haya querido hacer burla y escarnio de quien se ha mostrado desconsolada –con mayor o menor acierto en las formas- y que ha tenido la decencia de asistir a un funeral religioso en memoria de las víctimas, al margen de sus creencias personales.

¿Cómo se explica esto? Ya lo he avanzado anteriormente: las personas siempre necesitamos un absoluto al que acogernos. A lo largo de la historia este absoluto lo ha cubierto la religión, y ahora lo hace la ideología en su versión más fanática. Ésta es la única explicación que se me ocurre a esa total falta de empatía y de capacidad crítica.

En tercer lugar podemos decir que, además de los fanáticos, hay dos tipos de personas reaccionando de forma distinta ante la tragedia. Por un lado están aquellos a los que les ha entrado un miedo atroz a la enfermedad, un pánico que sorprendería bastante a nuestros antepasados. Por otro están quienes han acentuado estos días su habitual hedonismo, en un intento de compensar el haber tenido que interrumpirlo a lo largo del confinamiento. En su alegría por la paulatina vuelta a la nueva normalidad actúan de forma irresponsable, como si no se hubieran enterado de las medidas y precauciones que debemos tomar. Estos tres tipos de persona –cada uno a su manera- son altamente manipulables, con los peligros que esto implica para una sociedad democrática.

Todo lo que he descrito es consecuencia del tipo de sociedad en la que nos hemos ido convirtiendo de forma paulatina, ningún cambio se produce de la noche a la mañana. Pero lo cierto es que lo ocurrido en los últimos meses habría sido muy diferente si hubiéramos tenido un gobierno que se dirigiera a nosotros como a adultos. No se hizo un esfuerzo por informar de la magnitud de lo que estaba ocurriendo. Ahora que la situación está bajo control, se está infundiendo miedo a la población. ¿Por qué? para poder seguir con la comodidad del estado de alarma, con el agravante de que no se están tomando las medidas que se han mostrado eficaces, y que ya han adoptado otros muchos países para poder volver a la normalidad. Y, por supuesto, apenas se está hablando de la debacle económica que se nos viene encima.

Podría decirse que la situación actual en nuestro país es comparable a la del Titanic hundiéndose, pero sin la orquesta acompañando a la tragedia. Porque eso sería una forma de vivir el duelo. Y aquí no hay duelos que valgan, sólo una proliferación de aplausos y de arcoíris con el estúpido eslogan que en nuestra puerilidad nos merecemos: todo va a salir bien.

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