Cuando semanas antes de la final de Champions de 2013 entre Bayern y BVB se anunció el fichaje de Mario Götze por el equipo bávaro para la temporada siguiente, Klopp soltó una frase en rueda de prensa que describe perfectamente su manera de entender el fútbol: «Hay madres en el mundo que tendrán hijos que sepan jugar al fútbol. No os preocupéis». Al técnico alemán le habían sacado al futbolista al que tiempo después catalogaría como el mejor al que ha entrenado, pero interiormente tenía claro que ningún jugador es más fuerte que los cimientos de sus proyectos. Que la pérdida de un gran jugador, por dolorosa que sea, será asumible si se vende al precio que dicta el mercado y se lleva a cabo una fina tarea de scouting que aumente las posibilidades de acertar con un recambio que, aunque de partida tenga menor nivel, podrá crecer sin techo alguno al abrigo de ese bloque. Una baja que, bien gestionada, le permitirá lucirse como entrenador reinventando el equipo –convirtiéndolo en una realidad distinta e imprevisible–, renovando estímulos y reasignando roles que hagan crecer a jugadores que hasta entonces habían ocupado un segundo escalón en la jerarquía del vestuario, potenciando así el hambre competitiva de la plantilla. A cada baja a priori demoledora, respuesta demoledora. Se fue Sahin y el BVB revalidó el título de Bundesliga; se fue Kagawa y alcanzó la final de Champions; y tras la marcha de Götze al Bayern del triplete que heredaría Guardiola, llegaron Aubameyang y Mkhitaryan para hacer un BVB todavía más vertiginoso que, a pesar de padecer una esotérica plaga de lesiones, ganó la Supercopa, fue subcampeón de liga y copa y tuvo contra las cuerdas al Real Madrid en unos cuartos de Champions que empezaron a marcar la reciente historia del club blanco. La baja de Coutinho –esta, encima, sin margen para reaccionar– ha dejado más de lo mismo.
No es de extrañar que ninguno de los jugadores que salieron como estrellas de un equipo de Klopp haya podido rendir fuera de la misma forma
No es de extrañar que ninguno de los jugadores que salieron como estrellas de un equipo de Klopp haya podido rendir fuera de la misma forma. Sus jugadores no son más que reproductores exactos de sus coreografías en forma de pressing, de repliegue o de complejos ataques. No tienen que inventar, porque el que inventa es él. Inmerso en esta estructura, el jugador sólo encuentra facilidades en la toma de decisiones. Las palabras de Henderson dejan claras las sensaciones que tienen ellos: «No es difícil para nosotros ser valientes en el campo. Sólo tenemos que seguir el plan del entrenador y sabemos que tenemos muchas posibilidades de ganar». Estos jugadores crecen protegidos por el engranaje, interiorizando cometidos muy concretos que esconden sus debilidades y promueven la exhibición de sus virtudes, algo que les permite jugar con ese descaro imprescindible para liberar su talento. Como es tan difícil adivinar si un jugador es realmente tan bueno por sí mismo o si es el contexto colectivo y el globo de confianza el que distorsiona su nivel real, Klopp se acaba convirtiendo en un generador de plusvalías que no hacen sino enriquecer al club. Porque el jugador es vendido por el precio que marca, no lo bueno que es, sino lo bueno que es en el equipo de Klopp.
Es curioso que mediáticamente se siga viendo a Klopp como un motivador, una imagen potente que vender y un tipo que está en un escalón inferior a los acostumbrados a levantar títulos. Sorprende el tratamiento que se le da a uno de los entrenadores más influyentes de este siglo. Un tipo que ha reducido la exponencial distancia de calidad de sus plantillas respecto a las élites a golpe de pizarra, y que ha hecho avanzar este deporte diseñando presiones perfectas que han creado escuela –y que no han dejado de exigir técnica, creatividad y máxima precisión a las salidas de balón de los rivales en un tiempo en que Guardiola promueve la excelencia en este ámbito– y dibujando caminos infinitos a cada superioridad tras robo.
La influencia de un equipo en la historia del fútbol no se encontrará en las estadísticas ni el palmarés, porque son precisamente los equipos medianos con jugadores de segundo orden los que están capacitados para evolucionar el fútbol. Son ellos los que necesitan de la táctica más estricta para amortiguar el impacto del talento de los poderosos. El Madrid de Zidane no evolucionará el fútbol, ni falta que le hace. Son los demás los que tendrán que apoyarse en lo colectivo para hacer frente a esa histórica colección talento. Hablando de ajedrez, Antonio López Manzano decía algo así como –y cito de memoria–: «La táctica es como el dinero, necesitas un mínimo para sobrevivir y aunque sabes que es importante, sólo deja de tener importancia cuando vas sobrado». En este caso, de talento. Explicarle a los jugadores del Madrid que tienen que someterse de esa manera a una idea que les exige y en muchos casos les limita el lucimiento individual cuando ellos se han hartado de ganar con otra cultura de trabajo es verdaderamente difícil. Por eso Klopp se rodea de jugadores jóvenes o de perfil bajo. Porque la predisposición a aprender y las ganas de triunfar los hacen fáciles de envenenar por sus ideas. Por eso Benítez fichó a Casemiro, Lucas Vázquez o Kovacic. Por eso Guardiola se cargó a Deco y Ronaldinho primero y a Eto’o e Ibrahimovic después.
Ser influyente y ser el mejor son conceptos distintos que no tienen por qué ir de la mano. De hecho, lo normal en el fútbol es que gane el que mejores jugadores tiene. De Zidane seguramente se estudie en un futuro cómo manejar una plantilla como la del Madrid, que es un oficio distinto al de entrenar a cualquier otro equipo en el mundo. Choca escuchar que el equipo blanco no será recordado como un equipo de época a pesar de su hazaña, cuando ha sido superior a sus rivales en el juego en prácticamente todas las eliminatorias europeas que ha disputado en estos años, y cuando la mayoría de estos jugadores van a estar en los onces históricos del fútbol por los siglos de los siglos aunque todavía cueste coger perspectiva ante esta animalada.
De la misma forma, va siendo hora de jubilar aquella coletilla de que la gente sólo se acuerda de los campeones. Más que nada porque es mentira. ¿Sólo se acuerda quién? ¿El que no le interesa lo que pasó en el partido? ¿El que no quiere profundizar? ¿El que sólo quiere titulares e idealizaciones simples para poder acomodarse en una opinión vacía de contenido? Las estadísticas reducirán a un gol absurdo la increíble final de Benzema. Las finales de Lisboa, Milan y Kiev dejarán a Bale como una leyenda de Champions, cuando su aportación en eliminatorias nunca fue superlativa. Y el palmarés no dejará rastro del Liverpool 2017/18. Que cada uno apile la historia del fútbol como quiera.