Cuando Don Mancini creó el primer Chucky en los 80, en su cabeza funcionaban los combinados anticapitalistas propios de la edad -veintipocos-. Su Muñeco Diabólico encarnaba, fundamentalmente y como él mismo ha explicado, la tiniebla del consumismo de apetencia y status, que por entonces ya iba alineado con el boom de la publicidad sin control. Treinta años más tarde, y sin el beneplácito de Mancini, Chucky es definitivamente otra cosa. Algo aterrador por proximidad y presentado de forma llana. No se trata un objeto poseído por un asesino en serie dirigido a la sangre por accidente, sino primero un mal mayor de la opresión que las grandes compañías -también las tecnológicas- ejercen sobre la voluntad, integridad e intimidad de los usuarios que las sostienen (empezando por sus empleados). Y después, que es lo verdaderamente inquietante, un reflejo de nuestra propia experiencia y expresión de los anhelos ocultos, antes más figurados y ahora perfectamente debatibles y públicos gracias al momento histórico de los foros inagotables.
Esta versión de Lars Klevberg no hereda, aprende. Y todo cuando lleva a cabo, incluido -o sobre todo- el mal más puro, no está sino demostrando una proyección personalísima de las necesidades que se guardan, en la civilización, lo más al fondo del cajón posible. Claro que cuando cedes tu vida a la vigilancia por parte de terceros, a las cookies y los consentimientos, llegar al fondo del cajón es únicamente cuestión de tiempo o necesidad. Este es el primer y fundamental desacuerdo del Chucky contemporáneo con el clásico: toma prestados nuestros sentimientos, como el cyborg manipulado que es. Como nada puede ser tan obvio, el nuevo Chucky necesita demostrar a su dueño, un niño con dificultades para adaptarse a una nueva ciudad, que es bueno por naturaleza, sublevando así una de las grandes cuestiones filosóficas de la Historia. En su afán por hacer el bien, borra selectivamente sus límites con el mal, incorporándose en anomia, exponiendo al hombre a la duda y la expiación.
🎬 Crítica en Aullidos
En mitad del nuevo terremoto de reacción escéptico del progreso, terreno fecundo en todas las décadas (el Metropolis de Fritz Lang sería el primero, y el resto es conocido de sobra: 1984, Fahrenheit 451, Blade Runner, Terminator, Ex Machina, Están vivos…), recordar la vulnerabilidad de los adolescentes había quedado reservado para entregas con moralina y anuncio de servicio público. Nadie parecía preparado para enseñarnos que lo oscuro nos compete y sólo su contención o liberación nos separa de las bestias. Por eso el Muñeco Diabólico de Klevberg, cuya moraleja necesita ser escuchada, desanda esta tediosa maraña sociológica a través del entretenimiento más macarra, en una película para chavales que sin embargo los indignados de la brecha generacional apreciarán obligadamente. Un festín de sangre, sí: pero en mitad de la fiesta desbordan los dobles sentidos y diálogos insolentes en escenas de humor negro culpable que ponen a prueba nuestra inmunidad a la tragedia.
El resultado final del reboot -que no remake– de Chucky es un rito festivalero que en condiciones normales debería relanzar a toda una comunidad de fans que eternicen, como pasó con la original, una saga del siglo XXI. Es imposible no reírse, imposible no saltar, imposible no celebrar una aparición tan fresca y desacomplejada en el hermético cine de terror de esta década que se resiste a rediseñar los slashers con los matices de la época: la hiperexposición, el culto a lo banal, el olvido acelerado. Tan cierto como que la película renuncia a toda épica en un final desdibujado es que ha logrado recuperar a uno de los asesinos en serie más venerados de la historia del cine y convertirlo en un debate filosófico vivo. Y todo con la adición de easter eggs variopintos y de factura impagable que recorren filmografía tan a priori incompatible como ET, Pesadilla en Elm Street 3, El show de Truman, La Niebla de Frank Darabont, Halloween o, ya de ascendencia televisiva, los capítulos Pooka! (Into the Dark, S01E03) o el recentísimo Rachel, Jack & Ashley Too (Black Mirror, S05E01).
Lo mejor > Un slasher de doble filo, de sangre y humor macabro y disfrutable que apuesta por el entretenimiento sin escatimar una gota de horror y sin que le pese la larga trayectoria de su protagonista original. Personajes muy bien perfilados.
Lo peor > No hay clímax porque le sobrepasa su propio ritmo y quizá pueda pecar de dejarse narrativa sin atender, un mal absolutamente menor en una película así.