La posesión volverá. La horizontalidad difusa y sus rincones de pensamiento se mantendrán un tiempo en el mercado persa de las ideas futbolísticas, pero la providencia divina ya ha apartado su luz de ellos. No sólo no son ya la única forma, realidad que sospechábamos, sino que además han perdido el halo de la forma esencial que le presuponían los estudiosos más recién llegados. Al tener el balón se le han caído los argumentos por el camino. Desafiando las matemáticas del fútbol que se agitan como nunca en una burbuja a punto de estallar, el Atlético de Madrid de Simeone ha logrado esto y más para el ideario colectivo desquitándose en eliminatorias sucesivas ante Barcelona y Bayern de Múnich, lo que los agnósticos del resultadismo tienden a ponderar como ejemplos versátiles de belleza. La batalla entre estético y ético va a librarse aquí también en la medida en que el libro del Cholo es de dominio público, y su peculiar odio al fútbol, su punto de arranque. Simeone vive la competición, vive la gloria, deja que le suba la sangre y rara vez mide mal sus movimientos. No es que no le importe cómo ganar: es que no sabe hacerlo de otra forma. E incluso, como en la eliminatoria contra el Bayern, puede permitirse el lujo de ganar perdiendo. A su favor tiene el entrenar a un equipo mal considerado fuera de los grandes históricos que tras años de perdición y nostalgia ha irrumpido en el fútbol a lo grande: plantando cara, y descosiéndosela, a una filosofía y un arte que la náusea vendía novedosos y cuyo reflejo se ha cobrado más víctimas que héroes por el camino. Porque dominar con balón es tan difícil, cuando menos, que hacerlo sin él, arte también antiguo que sin embargo el Atlético, difícil de ver –y de ganar- como pocos, ha rescatado con un tino asombroso.
Volviendo a la frialdad obtusa de los números, donde periodismo y deporte han encontrado un filón con fecha de caducidad, se observa a simple vista en una comparativa de los indicativos del fútbol de ataque que el Bayern ha sido profundamente superior al Atlético en el cómputo global de la eliminatoria. No le sirvió para nada, y apenas a rachas pudo transmitir el equipo de Pep Guardiola una evidente capacidad de pasarle por encima al muro que había dispuesto Simeone y del que, además de la defensa, pendían centrocampistas y delanteros. Pero, ¿acaso no es eso un equipo? ¿Dónde queda el ilustrado concepto de deporte colectivo si no les podemos exigir lo mínimo a todos en igualdad de condiciones? Hay mucho de paroxismo ideal en esa contracepción hercúlea del talento, como si el talento plástico fuera el único que alcanzara la salvación. El propio Simeone, que con asiduidad recurre a figuras bélicas en su discurso como aglutinante de la militancia entregada y obsesa al loco mundo de las ideas, ha trazado la línea más corta hacia su filosofía, con el mismísimo filo de la navaja de Ockham, sacando al mundo de esa certeza vaga y precocinada del pensamiento indivisible. Ha hecho del colectivo una pieza. Del trabajo un modo. Y el balón, por lo pronto, ha pasado a ser completamente secundario en la medida en que ha dejado de serle un medio para pasar a serle un fin. Al Cholo debe importarle lo mismo que importaba a los triunfantes italianos de décadas pasadas que sus escritos fueran más crónicas de guerra que poemas alejandrinos, siempre que los resultados acompañen –garantía que desarrolla sobre el alambre de los mínimos- y que el planeta se acoja a su causa, como de hecho está pasando. Sólo nos valen, al final, los que ganan.
Por suerte el Atlético ha ganado mucho haciendo muy poco, pero haciéndolo muy bien. Dominan lo subterráneo, corren a la vez, rara vez dejan espacios por ocupar y asfixian con la sola presencia. Se pueden extraer singularidades y ponderar nombres propios por encima de otros, pero la gente del fútbol sabe que lo que hace fuerte al Atlético, además de su innegociable adhesión al estilo e idea de su entrenador –insisto, mientras acompañen los unos a cero-, es su firmeza precisamente ante la no tan velada crítica de una sociedad blandita acomodada en los principios de la diabólica graciosidad del toque. Obsérvese que el Atlético apenas ha dominado en la actual Champions ninguno de los baremos susceptibles de definir un buen fútbol y de hecho aparece entre los diez peores en clasificaciones que antes daban mucho gusto a las portadas como pueden ser el de la posesión o el del acierto en pase. Es que, sencillamente, no lo necesitan. Pasando en campo contrario el mismo tiempo que Chelsea o Sevilla, se han plantado en la final de Milán haciendo valer su único ramalazo peligroso en un estadio que era una pesadilla para el fútbol español hasta que llegó Guardiola. Y eso no es casualidad: si Simeone y su Atlético han desafiado el éxito contemporáneo del fútbol intrascendente es porque el mundo conocía, muy dentro de su pecho, que la colectividad reactiva enseña otra realidad con la que es más sencillo alinearse y a la que es más difícil sacar adversativas más allá de las propias de la derrota. La posesión volverá, pero la posesión a día de hoy boquea porque se le ha revelado a la gente la incómoda verdad del éxito a través de la destrucción. Esto, que suena tan frívolo, lleva siglos de maldad desarrollarlo y aprender a aplicarlo a lo cotidiano con un tino tan moderno.
Muchas palabras para elogiar lo mismo que hizo hace unos años el Chelsea de Di Mateo… Lo que no entiendo es por qué aquello era rancio y lo que hace este Atlético es un ejercicio de carácter y pundonor…
En cualquier caso estoy de acuerdo en que, siempre que sea dentro del reglamento, todo vale para ganar, pero no me venda usted que desde el punto de vista de un espectador neutral, es igual ver la velocidad de ejecución y precisión técnica que se necesita para hacer lo que propuso el Bayern que el hecho de correr mucho y despejar a base de balonazos. Como espectador que no soy hincha de ninguno de estos dos equipos, le puedo asegurar que no es lo mismo.
Yo puedo pintar un cuadro sin problema, pero con seguridad no seré Van Gogh ni se me recordará por mi cuadro. De igual modo el Atlético puede ganar de la manera que quiera siempre que sea reglamentaria, pero no creo que a este equipo, si gana la champions, se le recuerde por nada… será otro Inter de Mourihno u otro Chelsea de Di Mateo, pero nunca quedará en el imaginario colectivo del fútbol como algo mítico, como Brasil del 70, la Máquina de River, el Ajax de Cruyff, etc…
Los únicos que recordarán a este Atlético (si gana la champion, porque si pierde la final ni eso), son los propios hinchas del Atlético y nadie más, e igualmente está bien, porque todo el mundo tiene derecho a sus pequeños momentos de gloria y orgullo, pero si se trata de hablar de la belleza y dificultad de practicar un deporte, créame que no son lo mismo los cuadros de Van Gogh que los engendros que yo pinto…
Ahora, si de lo que se trata es sólo de ganar como sea, como dirían los ingleses, «fair enough»…
Todo eso se desmonta desde el momento en el que estás comparando el juego que propuso un equipo que contaba con uno de los mayores presupuestos del planeta fútbol a uno que simplemente tiene un presupuesto entre 3 y 5 veces inferior a los grandes del planeta fútbol.
Si te puedes permitir pagar a las mayores estrellas del fútbol mundial, es natural que practiques el fútbol del Barcelona o del Bayern. Si simplemente está a un nivel económico equivalente a un equipo de media tabla de la Premier League, no puedes esperar ganar a los equipos económicamente más poderosos jugando a lo que ellos juegan. Y no puedes porque, para ese juego, tienen a los mejores.
El enorme mérito del Atlético de Madrid es pasar por encima de esos equipos haciendo uso de unos recursos más humildes pero probablemente mucho más nobles: sacrificio, entrega, orden táctico, compromiso colectivo, derroche físico. Valores intangibles en las estadísticas pero no en el resultado final. Y en estos intangibles, el Atleti es el mejor del mundo. Si no, no podría igualar a otros que le sobrepasan económicamente.
El Atleti es el espejo al que deberían mirar el resto de clubes para convencerse de que una diferencia de presupuesto tan grande como la que existe en España entre Madrid-Barcelona y los demás, puede salvarse por otros medios.