En España el ministro de Interior se ha visto en la obligación estética de repeler retórica independentista recordando a un senador del PdeCat que no son colores lo que se persiguen, sino ideas de subversión particular. Lo hizo a propósito de la impostada polémica posterior a la final de Copa del Rey entre Sevilla y Barcelona en Madrid (0-5), penúltimo homenaje a Andrés Iniesta en condición de charnego necesario y nueva evidencia, política, de lo terrenal de las distintas psicopatías referidas en el odio al orden. Como el separatismo catalán ha decidido hacer suyo el amarillo, que era antes el color de los afectados por espina bífida -y las enfermas de endometriosis-, el celo en la vigilancia de las perseguidas y peligrosas manifestaciones ideológicas ha sido mayor, sirviendo épica de relumbrón al movimiento o proceso. A las puertas del Wanda Metropolitano, sede de la fiesta consorte del fútbol español, cayeron bufandas, camisetas y estereotipos con mensaje rupturista. También por una pura cuestión administrativa, pues es la Ley contra la violencia, racismo, xenofobia e intolerancia en el deporte (artículo 23.d) la que contempla -además como infracción grave- sanciones a la difusión de «contenidos que promuevan o den soporte a la violencia, o que inciten, fomenten o ayuden a los comportamientos violentos o terroristas, racistas, xenófobos o intolerantes (…) que supongan un acto de manifiesto desprecio a los participantes en la competición o en el espectáculo deportivo». Aquí, en cambio, cabría depurar responsabilidades sobre la impunidad con que en el País Vasco se recuerdan a los terroristas encarcelados lejos de sus familias, partido sí y partido también.
Todo gira en torno a la pretendida batalla de la que se ha servido el elitismo separatista desde que se apropiaron del amarillo y, por ejemplo, del grito «No tenemos miedo», utilizado primero contra los terroristas de agosto de 2017 en Cataluña y posteriormente, con el horror humeante, contra el temido centralismo. Dueños también de la Educación y del mensaje único en medios públicos -así como en otros subvencionados-, independentistas han decidido hacer del amarillo en todas sus variedades su particular esvástica, un símbolo amplia y justamente vituperado por representar no una figura arqueológica sino un ideal -y un modus vivendi– de operatividad social dispersa. Sacudido, incluso, por otros que creían -creen- en razas puras, orígenes únicos y acoso de amplio espectro. En este sentido tampoco encontrarán protección, cuando salgan del pueblo, en una UEFA cuyo catálogo de prohibiciones es aún mayor -porque recoge complejos multinacionales- y ya ha señalado incluso la manifestación de estrelladas, banderas de lugares ficticios que ondean por separar e impulsar la gresca en las grietas que el cacareado Fair Play deja en manos de lo imprevisible del zoon politikón. De la simplona y malencarada verbalización del veto al amarillo con asterisco como color representativo de un delito sólo puede escaparse, como los auténticos supersticiosos, dándole otro apoyo en el pantone. Luis Aragonés, especial, se esmeraba en llamar ‘mostaza’ al color con que España destrozó a Rusia en la Eurocopa de 2008, lugar previo a la propaganda derivada del fútbol de asociación también contaminado de posverdad nacionalista. Si los hostigadores de la infancia libre insisten en quedarse el amarillo, al menos se les debería exigir la decencia de retorcerse en consecuencia cuando les pillen haciendo apología del caos.