El misticismo de los Mundiales es devastador, capaz de romper la perspectiva de todo. Cada 48 meses hay treinta días en lo que todo se magnifica. Treinta días en lo que cada acierto, cada error, cada golpe de suerte buena o mala funcionará como verdad absoluta a la hora de definir al jugador o entrenador de turno. Como una mancha indeleble en la memoria colectiva que se impregna con muy poco y que hace falta horas de explicación y ganas de escuchar para quitarla. Manchas que levantarán héroes que quizá no nacieron para serlo y que entorpecerán o acabarán con carreras que apuntaban a brillantes. Ni Paolo Rossi ni Klose se acercan a ser el mejor delantero de Italia o Alemania, pero estarían en la pelea por ser los más legendarios. Es lo que tienen los Mundiales, que valen por una vida entera. Por eso en estos torneos acabo yendo con Radamel Falcao –cuyo palmarés no se ajusta a la estrella que fue–, con Rakitic –de la misma forma que fui con Pepe en la pasada Eurocopa: que ganar algo fuera del Barcelona de Messi o sin Sergio Ramos al lado individualice su figura y ensalce sus carreras– o con Filipe Luis –al que la coincidencia generacional de tener una bestia como Marcelo por delante le ha birlado oportunidades que hubiera tenido en cualquier otra selección de primer nivel–. Un deseo algo infantil de que donde no ha llegado la suerte o el reconocimiento debido llegue el aura de esta competición.
Me empieza a apetecer que pierda Inglaterra, aunque sea por no escuchar los que aprovechan para asignar a Guardiola el mérito
Me empieza a apetecer también que pierda Inglaterra, aunque sólo sea por no escuchar a los que en sus guerras particulares aprovechan para asignarle a Guardiola el mérito de que los ingleses estén en semifinales. La falacia (Post hoc ergo propter hoc) es sencilla: Guardiola fichó por el City en 2016, Inglaterra consigue un gran resultado en 2018; por lo tanto, Guardiola es el causante del éxito de la selección inglesa. Evidentemente, que dos acontecimientos sean consecutivos no quiere decir que uno sea consecuencia del otro. Pero se vende bien. Aun usando un sistema distinto, la idea de Southgate lleva la esencia del Chelsea de Antonio Conte. Un equipo muy posicional cuya estructura le permite estar arropado ante contragolpes y que, con balón, parte de una posesión conservadora priorizando buscar soluciones simples, porque lo importante no es tanto dañar con balón sino estar a salvo cuando llega la pérdida. Jugar con tres centrales le permite tener superioridad en la salida de balón, pero el hecho de que sus interiores –Dele Alli y Lingard– poco tengan que ver con el juego asociativo limita su ataque, obligando muchas veces a que sean Sterling o Kane los que pidan entre líneas o al recurso del desplazamiento en largo de Henderson –como en su día tuvo Conte en Bonucci o David Luiz–, que permite buscar cambios de orientación a los carrileros para acabar jugadas con centros laterales o tirar de juego directo sobre Kane.
El punto de inflexión histórico en la selección inglesa fue el desembarco de la élite de entrenadores en la Premier –los Pochettino, Mourinho, Conte o Guardiola, que buscaron imponer orden en el caos, bajar el ritmo de los partidos donde reinaba la esquizofrenia o promover el pase corto donde solo había áreas–, potenciado por la llegada de un seleccionador joven, de mente limpia, que se ha impregnado de estos. Está claro que Guardiola ha mejorado el juego entre líneas de Sterling o que Stones ha caído en las mejores manos para desarrollar el potencial técnico que posee, pero de la misma forma que Klopp ha convertido a Henderson en un pivote de primer nivel o Pochettino ha hecho crecer de forma impensable a una generación de futbolistas ingleses que le va a deber muchísimo. El fútbol de Guardiola necesita perfiles de jugadores muy exclusivos que Inglaterra todavía no tiene. Por eso aprovechar un resultado para vincular de esta forma al técnico catalán con el juego de Inglaterra le hace más daño que bien al propio Pep.
Gareth Southgate ha trabajado un equipo coherente y serio, sin futbolistas como para desarrollar un fútbol espectacular pero dando soluciones a su equipo –con el balón parado como recurso estrella– para que la balanza se incline a su favor cuando en el partido pasan pocas cosas. Un equipo del que nadie hablaría si hubiera salido cruz en alguno de los varios errores individuales de Walker a lo largo del Mundial, en la tanda de penaltis ante Colombia o si Pickford no hubiera estado al increíble nivel que ha mostrado, pero que ha realizado un torneo que supone un punto y aparte para el fútbol inglés. Por primera vez en muchos años Inglaterra se ha liberado de la ansiedad competitiva que producían las desmesuradas expectativas. De 2014 a esta parte han ido desapareciendo los Gerrard, Lampard, Rooney o Hart, cuya dimensión mediática extendía cheques que la calidad colectiva del equipo no podía pagar. Inglaterra no ha tenido piedras de toque como para evaluar a un semifinalista de un Mundial, pero saldrá del torneo con un gran resultado, superando una tanda de penaltis, con su portero encumbrado, pareciendo un equipo y sin deudas pendientes. Con todos los fantasmas fumigados para seguir construyendo en limpio.