Quique San Francisco, que es lo más parecido a Ricky Gervais que tendrá nunca España, vivió como quiso. Eso dicen quienes lo conocieron y se codearon con él. Sin embargo, nada de lo que hiciera por Chamberí , con o sin testigos, lo enfrentó al abismo de la existencia como criticar al PSOE durante la pasada primavera, todavía con España enjaulada y el guiñol pandémico quemando aceite a pleno rendimiento, engrasando el estado de excepción opinativo. El humorista, tristemente fallecido este año, fue preclaro como sólo lo puede ser alguien que ha saldado todas sus deudas: «Cómo mienten, con qué desfachatez (…) cómo se puede destrozar un país en tan poco tiempo. Espero que el pueblo reaccione, porque estos señores deben tener un castigo y pasar a la Historia como lo que han sido».
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Fue la época en la que el Gobierno escenificaba las ruedas de prensa con presencia militar, llegando a asegurar en una de ellas a través del Jefe de Estado Mayor de la Guardia Civil, que su servicio de información estaba comprometido con «minimizar el clima contrario al Gobierno». Todo el kamasutra posterior de rectificaciones no hizo sino enfatizar una constante del último año: la desigual e hiperbólica batalla contra la disidencia. Encontraron, eso sí, cierta resistencia. Primero, en los propios: empezando por el presidente Sánchez, pues los bulos más violentos han salido de la factoría de Iván Redondo, cuando no de las contrastadas habilidades manipuladoras de sus diputados y ministros. No sé si habrá muchos países que hayan reconocido que no recomendaron las mascarillas porque no las habían comprado. O que, durante la pandemia, condenaran desde cuentas oficiales las muertes de mujeres atribuyéndolas instantáneamente a la violencia machista antes de que se investigaran, presumiendo la culpabilidad en un acto medido de agenda ideológica.
Tampoco pudieron con la mayor parte del pueblo decepcionado, al que someter a un cerrojazo geográfico sí ha condicionado a la hora de organizarse en sus protestas como durante el pasado mes de mayo. Sometimiento agravado, claro, por el escarmiento en carne ajena derivado del tormentoso giro editorial de Twitter, quizá la primera red social de la Historia que decide tendenciosamente -¡en pos de la verdad!- quién puede hablar sobre qué, empezando por el presidente de los Estados Unidos. Fuera de esas pequeñas expresiones digitales, los pocos que protestaron fueron insultados en el Congreso: pijos, cayetanos, insolidarios. Parte de la radical cultura hegemónica del país aplicó un mensaje al unísono, relacionando a los desencantados con el Gobierno con peligrosos alienados que salían a la calle a contagiar -y matar- a gente. Mayo fue el mes en el que el Gobierno entendió, únicamente asomándose a sus satélites mediáticos, que no necesitaba perseguir bulos: tenía al mayor productor de ellos de su parte.
El Gobierno entendió, asomándose a sus satélites mediáticos, que no necesitaba perseguir bulos: tenía a los mayores productores de ellos de su parte
La forma en que se ha articulado durante meses ese estado de opinión se ha servido especialmente de los canales de información de masas, donde medran activistas convencidos e irredentos. Sólo hay que echar un vistazo a cómo han tratado, sin excepción, a los pocos espacios de escepticismo que se han expresado en público. La caza a Iker Jiménez, pionero en recurrir a especialistas para explicar el origen del coronavirus y hacerse preguntas acerca de las políticas -todavía hoy en entredicho- de contención y control de la transmisión, es quizá el ejemplo más paradigmático. Sobre todo, cuando esos mismos especialistas que en verano -cuando según palabras de Sánchez se había derrotado al virus- sólo participaban en YouTube han sido posteriormente incorporados a filas del prime time televisivo, bajo cuyos focos, atención y aplausos han desarrollado perfiles muy diversos, pero siempre hipertrofiados por el show business y el catastrofismo tan generoso con el share. La televisión, entendida irremediablemente dentro del marco cultural, ha asumido el papel censor principal.
Esto también se ha podido comprobar durante el especial en dos entregas de la entrevista a Miguel Bosé en La Sexta, que ha discurrido sobre todo en dos direcciones: una, su adicción a las drogas. Dos, su posición ante el coronavirus -y el plan adherido a su gestión, que es la parte que suele obviarse cuando se utiliza, con pautada perversión, la palabra negacionista. Como Bosé reconoce haber llevado una vida de excesos y también sus dudas respecto a la pandemia en el mismo plano, el espectador no puede evitar absorber la fina manipulación y establecer una relación inmediata. Aunque cuando Bosé rechaza debatir sobre el coronavirus con un científico -elegido, claro, por La Sexta: podía ser cualquiera, incluso los que negaban el coronavirus en 2020, hoy a sueldo del zeitgeist-, está demostrando una honestidad superior a la media. Évole se lo reconoce siseando entre dientes, a sabiendas de que en su cabeza y en la de sus espectadores parece haber ganado una batalla.
Antes de que muchos -también en el Gobierno- publicitaran sus dudas con AstraZeneca, Victoria Abril fue linchada por decir: «somos cobayas»
Con Victoria Abril pasó algo similar. Antes de que muchos -también en el Gobierno- publicitaran sus dudas con los resultados de AstraZeneca, la actriz se descolgó subrayando algunos términos comunes al escepticismo («plandemia» es la contraseña), también sobre los estudios previos a la aprobación de las vacunas («somos cobayas»). María Guerra, presidenta de los Premios Feroz que reconocían la carrera de la actriz, la interrumpía. «No teníamos ni idea de su discurso negacionista», contó. De haberla tenido, ¿le habrían prohibido hablar? ¿Le habrían retirado el premio? Arrogarse esa capacidad de censurar sólo está al alcance de quienes se saben dominadores de la esfera mediática pública y, sobre todo, de quienes no toleran un mínimo atisbo de improvisación en los tan medidos alegatos culturales de la izquierda, que han evolucionado de sologripistas a concienzudos pretorianos de la ciencia dictada en sólo unos meses -y de forma, dirán, espontánea-.
«Ahora resulta que si estás de acuerdo con Vox eres un facha», lamentó Quique San Francisco. Aunque la cosa no es así del todo. Lo que te invalida en el foro no es tanto estar a favor de unos como significarte en contra de otros. Gobierno y adláteres resolvieron por la vía rápida que la cultura y eso que llaman humor -que no existe en España; sólo hay agitprop muy caro- es un atajo para cursar la caza de brujas de siempre. Una alegoría de los tiempos que corren, en los que se exige a los ciudadanos elegir entre servidumbre o marginalidad mientras se expone a los referentes mediáticos libres a un señalamiento indisimulado. La prueba inequívoca de que la guerra cultural sólo existe en los mapamundi de los desclasados liberales de salón.