Vaya por delante lo muy obvio: tras el dispar recibimiento a Hereditary, Ari Aster ha decidido que lo suyo no es aglutinar. En Midsommar, su segunda película tras esa poderosa -y muy probablemente inalcanzable- carta de presentación, queda meridianamente claro que no es amigo de la industria del doble check. Dos horas y media de combustión lenta, sublimación en suave tono pastel del folk horror con insinuaciones complejas, contextos que pesan más de lo imaginado y una narrativa muy flexible y viscosa, lista para interpretar. Como en Hereditary, en Midsommar no es tan importante lo que se ve como su procedencia, su ángulo o el instrumento que suene al fondo. La historia de los amigos que viajan a Suecia para que uno de ellos vaya completando su tesis sobre la celebración del solsticio de verano podría haberse contentado con ser un The Sacrament y resulta que ha dejado a The Wicker Man en un paseo por el parque. ¿El secreto? Ari Aster tiene una forma peculiar de viajar el trauma, como demostró en Hereditary con esa primera secuencia de entierro, dolor y pérdida amortiguada por desgarros posteriores aún más imponentes y que parecían dirigir a Toni Collette, nada menos, a la temporada de premios. En Midsommar el prólogo es oscuro, sin efectos, por eso el golpe es tan o más devastador. Es una de las pocas certezas de sombra que se regala la película, vendida y distribuida con la promesa del terror a la luz del día. Y así es. Cómo afronta la protagonista las consecuencias de ese prólogo y a quién arrastra con ella no son sino enunciados de prestado a lo que ya es una pesadilla sin retorno. Su recibimiento en Hälsingland, donde transcurre esta vez el horror, los prepara para la inopia, el descreimiento, el recelo y proporciona a dos tercios de película una profundidad maquiavélica, orgánica y sujeta en alucinaciones recurrentes disociadas, reacciones nada humanas a lo imprevisible y desesperación. Un perfecto constructo para hacer llegar otra magnífica película que dirige al dolor a través de representaciones deshumanizadas de personas entregadas a una idea.
Todo Midsommar es un reflejo a color de Hereditary, prácticamente la misma película vuelta del revés y desde luego, una prolongación nada banal de una forma muy enigmática pero efectiva de transmitir el terror sin los atajos convencionales. Que se desarrolle casi en su totalidad a la luz del día ha permitido al director de fotografía (Pawel Pogorzelski) explayarse en detalles irónicamente más enervantes que los que trabajaría cualquier película de terror de negros profundos y ambición por el jump scare. En Midsommar no hay sustos, hay algo más poderoso e inalcanzable: la empatía con la tragedia. Ni siquiera los alienados anfitriones del debilitado y sentenciado cuarteto estadounidense son en sí mismos una expresión cierta del mal, sino una pura extensión equilibrada de lo que se empeñan en llamar «la tradición». Esto es, humanos civilizados que responden a un orden. Son los cuatro protagonistas, agentes del caos voluntarios en el purgatorio, quienes plantean nuevos desafíos a la comunidad. Dos de ellos, además, aterrizan con una historia tóxica común que sólo puede resolverse de una forma. Por eso es tan importante afinar el oído en los primeros compases de la película y no dejarse uno solo de los prejuicios, los gritos y los llantos derivados de la falta de entendimiento humano, lo que constituye el primero y más grueso de los desafíos a los que se enfrenta la civilización. Esta pareja al borde del abismo amenaza no sólo el ecosistema del grupo de amigos de él, sino la testaruda armonía en que todos queremos desempeñarnos como individuos frente a la única certeza de la vida, que es el paso del tiempo y su fatal desembocadura. Este tema, por cierto, lo afrontan en Hälsingland con una naturalidad encomiable y es el foco más evidente de cómo la propia historia personal de cada protagonista determina su manera de codificar el horror del culto.
En Midsommar no hay sustos, hay algo más poderoso: la empatía con la tragedia
La película crece en el último tramo sin que Ari Aster plantee un clímax muy devastador, principal diferencia con Hereditary. Al contrario, en Midsommar el final está masticado desde el comienzo y solamente hay que descifrar y desandar los códigos. Los insectos, por ejemplo, son una señal de decadencia y descomposición en la película: acompañan desde que aterrizan en el campo de Hälsingland y salpican varias escenas de putrefacción. Las flores barruntan pérdida, reconocimiento y recuerdo. Las ilustraciones con que están adornadas las cabañas arruinan cualquier sorpresa: taxidermia, brujería, iniciativas sexuales pecaminosas. Así Midsommar recibió el R-rated (no recomendada a menores de 18 años) por cumplir holgadamente con el big five: violencia, contenido sexual explícito, desnudos, uso de drogas y lenguaje ofensivo. Aunque no decepciona en ninguna de las cinco, quizá sea el uso de drogas la pista más importante y tal vez definitiva que Ari Aster proporciona al espectador sobre la película, si de nuevo tenemos en cuenta la incidencia del prólogo sobre esta. Un segundo visionado arrojará más luz a esta teoría, en la que los alucinógenos y opiáceos -todos de origen natural- dan salida y forma a la necesidad de evasión. Es del todo indisimulado. Lo que sí es algo más liviano es cómo Ari Aster acaba empoderando a la mujer -como en Hereditary, película frecuentemente infravalorada como pieza feminista y matriarcal- hasta el punto de dedicarle la resolución del viaje, su mímesis con los últimos momentos de la vida y la socialización del dolor y el placer, ambos compartidos e interiorizados como respuesta a esa feminidad perdida de la protagonista, que sólo tiene espacio para el recuerdo y la desazón. Otra vez una película sobre la ruptura con tu mundo y de nuevo una exquisitez no al alcance de cualquiera. Diría más: el gusto de Ari Aster por desdramatizar ciertas escenas con un humor quasi pueril sigue siendo, por encima de cualquier otra, su virtud primaria. Midsommar, otra aventura despiadada, devolverá las risas y los resoplidos a las salas porque no escatima en recursos para disolver la tensión. Y mientras dentro la gente se ríe, fuera su mundo sigue en caída libre.