Malasaña 32 (2020) Prueba de madurez fallida

malasaña 32

El cine de terror contemporáneo ha abierto un campo minado, el del compromiso intelectual, que rechazan no pocos puristas con sus asombrosas y académicas razones. Me niego a replicar el término oficial por miedo al etiquetado, pero tal como yo lo veo una película de terror contemporánea queda automáticamente fuera de la ecuación de muchos y sufridos críticos si no se le puede sonsacar algún revés, por forzado que sea, con el que justificar fallas apremiantes de ritmo, escena, interpretación o gusto: y no digamos ya, en la era del jump scare o susto de volumen, del montaje y edición de sonido que muy pocas megaproducciones de género superan con nota suficiente. Pareciera como si de repente el cine de terror se hubiera dividido definitivamente en dos: el banal e infantil de clichés y lugares comunes, el de los gritos y las risas nerviosas con alma cruzada de blockbuster y sitcom gore que están sublimando Warner y Blumhouse; y el silencioso, tranquilo, elaborado, largo, denso y muy adulto, intelectual, con texto y mensaje, que cambia el waterphone por los planos abiertos, el diálogo firme y la metarreflexión, terreno que en los últimos años han abordado productoras como A24 u Orion.

TERROR EN THE LAST JOURNO

Toda la polémica derivada, si es que merece llegar a tal consideración, debilita la experiencia global del cine de terror, si bien es cierto que a su vez obliga al habitual a hacer un esfuerzo por adaptarse y justificar una corriente irritante de confrontación. Entre el terror bobo y el listo hay mucho terror que no encaja en ninguna de las dos categorías y que podríamos llamar comercial, aun con sus ineludibles connotaciones peyorativas. Pues bien: Malasaña 32, de Albert Pintó, juguetea precisamente en esa liga. La película dibuja un Madrid setentero que recupera el pulso tras el horror político y se abre como vía de escape a una familia rural que empeña todo por iniciarse en la gran vida capitalina, sin sospechar siquiera que ese es el primer horror. Luego, en la propiedad adquirida, se suceden encuentros con lo paranormal hasta que al final de la película un personaje secundario lo explica todo en un puñado de frases de guion para quien necesitara redondear la genuina experiencia del susto y el recurso de cámara. En esto recuerda a la argentina Aterrados (2018), más un hilo de brincos casi independientes de homenaje a las estridencias del horror vacui (sombras, chirridos, portazos, ruido).

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Malasaña 32 no es mala película de terror por un motivo incontestable: asusta. Cierto es que su montaje de sonido es olvidable y que no está en absoluto interesada en contar una historia, sino que su propósito es enteramente lúdico: pero hay poco que interpretar en una película que copia con tan buena letra las fórmulas más comerciales y rentables de la última década. En su contra juega sobre todo esa inconsistencia de guion, esa ligereza festiva, pero también que estando  al amparo de Atresmedia y Warner no haya podido sostener a comienzos de 2020 el fabuloso año que el terror español vivió en 2019 con títulos como Amigo de Óscar Martín (leer entrevista) o Cuerdas de José Luis Montesinos, ambas obras pequeñas de producción muy modesta pero diseñadas con esmero y pasión incuestionables, como de orfebre del arte. Si bien es una primera prueba fallida de madurez del terror español a las puertas de lo que parecía una nueva era luciente, sí ha demostrado que puede competir directamente y sin complejos con el rentable de cine de capitales de provincias, lo cual rompe otro tabú que ya amenazó el pasado año La influencia, opera prima de Denis Rovira. Por si fuera poco, ni la casa encantada chirriante -esos pasillos al más puro estilo REC son un clásico vivo- ni el precepto del miedo barrial son asuntos nuevos, menos después de la muy aseada Verónica de Paco Plaza con la que Malasaña 32, por compartir, comparte casi hasta filo nostálgico (saber más) y dirección de casting.

En la presentación de la película, hace unos meses, sus implicados explicaban sinceramente ilusionados un complejo proceso creativo y de producción muy concienzudo con el que el resultado final no parece muy acorde. Lamentaban que en su rastreo de guiones y proyectos de terror les hubieran llegado más ideas que les encajaran, dando a entender que el listón posterior a la mencionada saga REC había arrasado la tierra y acomplejado a los creadores. Nada más lejos, como se ha demostrado a posteriori y algunos compañeros han negado off the record. Pero la apuesta por ese cine de género desenfadado es igualmente legítima -y los puristas aplaudirán hasta sangrar, sobre todo si con ello irritan al público algo más exigente-, y puede coexistir con todo lo atrevido e irracional que se pueda financiar. Una apuesta segura. Otra cuestión será esperar qué respuesta obtiene Malasaña 32 del público en las salas y si en base a eso esta emergente nueva oleada de terror español asciende o se queda en lo residual, promoviendo nuevos pasos atrás. Sería una verdadera lástima, pero si no se puede reclamar en voz alta el valor del atrevimiento, entonces la apuesta tendrá que dirigirse, por necesidad y sin más discusión, a lo redundante. Y lo redundante, aunque engorde, no sacia.

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