El Real Madrid vive inmerso en el desafío eterno de mantener su grandeza sin ser un club lineal en ninguno de sus estamentos. Se fue Pellegrini y llegó Mourinho, se fue Ancelotti y llegó Benítez, sale Xabi Alonso a tres días del cierre de mercado y lejos de apresurarse a fichar un sustituto se centra en rezar para que Kroos cuaje como mediocentro y no se lesione, tiene la mejor colección de centrocampistas talentosos y se adueña del equipo Casemiro, falta Casemiro y se improvisan sistemas, demarcaciones y roles mientras se espera su regreso como si no hubiera materia prima para construir algo duradero. El Madrid vive al día sin saber qué será mañana, instalado en aquella máxima del general George Patton que decía que un buen plan ejecutado hoy es mejor que un plan perfecto ejecutado en el futuro.
Este panorama de cambio constante ofrece al centrocampista que quiere perpetuar en el tiempo su titularidad un contexto darwiniano en el que adaptarse es la única manera de sobrevivir. Los casi cinco años de Luka Modric en el Madrid han estado por encima de esto. No solo ha sido centrocampista de técnicos que nada tenían que ver unos con otros sino que su fútbol ha salido a flote sin importar el escenario ni el dibujo. No está de más recordar que, condenado a ser juzgado por ser fichaje de Mourinho en lugar de por rendimiento, Modric ganó al Barcelona formando con Pepe en el doble pivote, salió del banquillo para hacer suyo Old Trafford y, con el vestuario hecho añicos, bordó una final de Copa que sería borrada de la memoria colectiva por el resultado final.
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Desde entonces hasta hoy ha tirado del equipo cuando no hubo ideas y cuando no había ganas, se ha comportado como un gigante en cada repliegue blanco en partidos gordos –ese hilo conductor que une las grandes victorias del Madrid en esta década–, y si no cerró la utopía de un Madrid dominante con balón fue precisamente porque una lesión suya a finales de 2014 hizo que se cayera el equipo que Ancelotti había soñado.
Su actuación en el Camp Nou como mediocentro único elevó una carrera que parecía completada, que solo se extendía por puro esteticismo. Por el vicio de buscar la belleza por la belleza. Fue explicar que a los 31 puede seguir creciendo porque Modric nació para unir defensas con delanteros sin importar la altura del campo ni el rival de enfrente. Una nueva demarcación para demostrar que juega partidos que ya ha visto, que su lectura del fútbol trasciende a la posición que ocupa en el campo y que su talento se desarrolla en este tiempo pero pertenece a la Yugoslavia ochentera.
Modric nació para unir defensas con delanteros sin importar la altura del campo ni el rival
Modric es principio y final del arte de dominar el espacio con y sin balón. Un arte que funde calle y academia en un futbolista, porque la ligereza para superar rivales, la fluidez en la conducción o la técnica y velocidad mental para encontrar y soltar el balón al libre no se puede enseñar si no hay un brote innato, y la técnica en el uno contra uno (piernas flexionadas, cercanía con el poseedor, perfilarse priorizando anular pierna dominante del rival, elección del momento en el que meter el pie, etc.) y la interpretación de cuándo ir a balón o cuándo guardar la posición, o cuándo anticipar y cuándo acosar no se puede aprender si nadie te explica cómo.
El que lo vio jugar no medirá su dimensión histórica en títulos sino en la grandeza que desprendió en partidos gordos y en su impacto en el día a día. En la emoción que encarnó. En el futbolista que fue en relación al juego, dejando de lado que sus dos Champions pudieran haber sido tres o ninguna o que acabe teniendo o no acceso a las Ligas que Messi no negocia.
Foto de portada: Federico Civerchia (Flickr)