Australia confirmó el asesinato del niño Julian Cadman tres días después del atentado en Barcelona. Tres semanas después, el PDeCAT ya se había apropiado el lema contra la barbarie, «No tenemos miedo», para ceñirlo a su propósito independentista. Ese valor tan reactivo se lo atribuían no contra el terrorismo, sino contra la Constitución. No contra asesinos, sino contra actores garantes de las leyes aprobadas y valoradas en democracia. Cuando en el aniversario del ataque las familias de las víctimas denunciaron su indefensión y soledad, la autocrítica fue contada y tibia, por compromiso mediático internacional. Imposible saber cómo interpretaría un australiano la pancarta que con laxitud de simpleza humana sensacionalista el Ayuntamiento de Barcelona dejó colgar contra la presencia de Felipe VI en el homenaje y recuerdo a los asesinados en la ciudad y Cambrils. Ese notorio y sobrante ejercicio de soberbia, del estamos por encima de la sangre inocente. Vibración que ha recuperado territorio con los guiños del independentismo catalán al vasco. De los actores catalanistas se podía esperar una reacción ajustada a la bajeza, que ha sido constante desde entonces, como cuando Joaquim Forn distinguió entre víctimas españolas y catalanas, que es la manera menos sutil del nacionalismo de tender fronteras de pedigrí. Pero pudo sorprender y sorprendió que Grande-Marlaska, ministro del Interior desde antes de ayer, redujera la atención a los damnificados a la cosa psicológica: «Asistencia se ha dado desde el minuto cero a todas las víctimas». El minuto cero no existe. Si existiera, pesaría más su simbolismo que su verdadero significado. Esto es: que a las víctimas no les importa tanto que se cuadren cupos y cifras con sus recuerdos como que los políticos no emborren, como por otro lado es costumbre en este país, el recuerdo de los asesinados a capricho con pseudomenciones de amplio espectro. Valga mencionar que una de las familias rechazó la ayuda económica ofrecida y otra no la solicitó. No va de eso, en realidad: y la muerte echa la raíces tan abajo que es mejor no desear a nadie encontrarse nunca en la situación para entenderlo. Va, más allá de los gestos, de no implicar batallas particulares de frivolidad urgente en las guerras a priori universales. Se dice que los atentados unen y tienden puentes porque a ninguno de los actores políticos mayoritarios les interesa participar de la división en un país de tan generoso reconocimiento electoral. Pero es todo teatro.
Francisco, Xavier, Pepita, Ana María, Pau, Bruno, Luca, Carmen, Julian, Elke, Jared, Heidi, Ian, Silvina, Maria de Lurdes y Maria fueron los dieciséis asesinados del diecisiete de agosto de 2017. Parte del pueblo catalán -la parte con problemas serios de conciencia social y ciudadana- siguió ciega su camino y ponderó la necesidad estética del independentismo por encima de cualquier otra urgencia. Que lidien ellos con sus víctimas. Un año después, hubo quien lo llevó a pancarta: su guerra, nuestros muertos. Incluían a Arabia Saudí de oídas en la recriminación, prueba excesiva del desconocimiento descorazonador que los jóvenes cachorros independentistas parecen tener del mundo fuera de sus particulares delirios, pues los yihadistas autores de los atentados en Cataluña eran, sobre todo, chicos normales, responsables y educados. Chicos normales que querían hacer llorar sangre a españoles. La admiración del nacionalismo catalán por las fake news que están espoleando derechas más o menos rancias en el mundo es definitoria y consistente. Estudiada y precisa. Como abstraídos, los independentistas de raza y sus adláteres callejeros perseveran en su odio, que sale a cuenta, uno auténtico y sin poso. Sin oportunidad ni margen para el diálogo que dicen reclamar. Al rato de homenajear a los asesinados, Quim Torra quiso hablar de su libro y salió a ulular al pasillo arrastrando las cadenas pidiendo a su pueblo acción contra el Estado. Atacar, en concreto. Esto es, en definitiva, lo que importaba al independentismo poder enfrentar el dolor de la jornada más traumática del país en años: recuperar portadas y titulares, agitar a los burgueses y colar un poquito de infección en el embrollo ideológico -religioso, y de una religión concreta- de los reclutados para sembrar el terror. El engrandecimiento del caos frente al orden. Durante meses no han sido pocas las muestras elogiosas que sus partidarios, de los callejones a los escaños, han hecho de la revolución. También los chicos normales de Ripoll estaban de revolución, a su manera. Si en los deseos ímprobos y cuestionables de no politización del acto de homenaje a las víctimas había verdad, toda saltó con el primer lazo amarillo al amanecer y la primera mención a Forn, el que distinguió víctimas españolas de víctimas catalanas en un atentado. La altura moral del independentismo catalán bebe incuestionablemente de unas cloacas en las que, además, medios y prescriptores se sienten especialmente cómodos. Como si la muerte no fuera, de momento, con ellos. Como si dar asco te hiciera inmortal.
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