Atraviesa el planeta fútbol una sospecha de silueta cada vez mejor definida: que pagar, pero sobre todo soportar a Neymar representa un sacrificio integral demasiado incómodo considerando lo que el propio jugador está dispuesto a ofrecer en la letra pequeña de sus contratos. Su bagaje en el Mundial de Rusia, donde ha desaprovechado otra ocasión para aparentar liderazgo, así lo representa: a cambio de toda la atención mediática, a cambio de las predicciones de los estadistas y a cambio de la paciencia y condescendencia de los bondadosos, Neymar ha dejado únicamente material para burlas digitales, dos goles a puerta vacía con el rival vencido y una lambretta frente a Costa Rica en el minuto 96 de su partido. De sus prestaciones, las más notorias todavía son las que podrían catalogarse fuera de lo que es el rendimiento neto de una estrella durante un partido, o un torneo, al que se presenta para presentar y defender candidatura. Tal vez esto, además del dinero, formara parte de su decisión de cambiar Barcelona por París.
Camino como va de los 27 años, parece que al margen de mejora y la exuberancia técnica que lo adornaban de cara al mercado van a ir menguando y los optimistas van a ir perdiendo interés. Y que puede, como con tantos otros ocurrió antes, quedarse a medias sobre todo en lo que respecta a intentar llegar algún día a la altura de Messi y Cristiano Ronaldo, los gigantes con quienes se le quiso comparar desde el primer minuto en el que se planteó simplemente ganar un Balón de Oro. Que ambos jugadores se hayan repartido los últimos diez ha magnificado, pero también desvirtuado, el largo y quizá injusto proceso a ser considerado algún día el mejor. Pero ha sido el propio Neymar, que nadie se lleve a engaño, quien se ha descolgado primero de la comparación usando como estrategia su status de estrella del rock, su cariz festivo, su contorno más de influencer que de deportista, despreciando muchas de las banales leyes no escritas del fútbol contemporáneo, planteando pulsos efectistas y sobre todo manifestando un preocupante desinterés por el compromiso como en Brasil le han afeado en más de una ocasión por, por ejemplo, renunciar a capitanear a su selección.
No es que eliminar a Bélgica se presentara un reto doméstico de costumbre, de hecho ahí está, en semifinales de un Mundial, la competente generación belga que tanto trabajo ha dado en la última década a los expertos en fútbol internacional. Pero la ausencia de Neymar de la producción de fútbol y peligro en campo contrario no lo sitúa tanto, porque es circunstancial, como su actitud, que sí es definitoria, en la adversidad. Neymar se apaga con un estallido en su cabeza cuando el partido exige reacción. La única excepción memorable fue el 6-1 del Barcelona al PSG, noche inclinada por sus tretas y la flexibilidad creativa del árbitro. En su primera temporada en Francia se ha paseado altivo por campos de los que ha salido magullado, trastabillado e insultado como un millonario que a cambio de sus limosnas exige pleitesía y redención. No es humilde en la derrota y mucho menos en la victoria, causa primera de su inestabilidad como deportista.
Y es esencialmente tramposo, como demuestran la cantidad de formatos y actores que estos días han aprovechado el tirón viral, o mediático, de sus exageraciones. Se ha llegado a contar cuánto tiempo ha pasado en el suelo. Le han dedicado infografías sobre el arte de la simulación. Ha alineado a comentaristas y exjugadores sobre su dimensión y ha acaparado críticas rivales. Son, al final, más reconocibles sus volteretas, aspavientos y lágrimas de cocodrilo que sus goles o victorias, que no perduran porque en su conjunto, es el mismo Neymar el que insiste en destacarse como protagonista de lo grotesco. Lo peor es que tampoco ha sido tanto hasta hoy como para tenerse a sí mismo por el heredero del mejor fútbol de los últimos quince años: del Barcelona salió impotente y desgastado por no estar a la altura con la suficiente regularidad y su carrera internacional la ha trabajado a base de goles en amistosos y una Copa Confederaciones ganada en casa a la España más triste de su ciclo. Que dé la impresión de que no merece la pena tolerar su recurrente insensatez lo descartaría de inmediato de planes más ambiciosos, pero quién sabe. Puede que el fútbol que viene le guarde la opción definitiva de destacarse y parecer, fuera de Instagram, tanto como lleva escribiéndose una década que podría llegar a ser.