Esta maravillosa ‘La La Land’ puede funcionar, según se tome, como la película más feliz del siglo o la tragedia moderna más pulcramente planeada sin necesidad de enviar a ninguno de sus protagonistas a surcar, al menos no metafóricamente, el cielo. Si se desea, se puede afrontar con el parapeto de un dualismo esperanzador cuando en verdad no expresa más que rabioso fracaso, y seguro que en su notoriedad y su acogida de amplio espectro ha tenido que ver esa especial sensibilidad al hacer equilibrio sobre la desigual lucha que siempre libran anhelos propios y ajenos durante un tramo de vida que el espectador incorpora a su lección vital de forma automática. Siendo su banda sonora -ya reconocida en los Globos de Oro- su valor más en firme, la crítica y el propio director, Damien Chazelle (‘Whiplash‘), han sabido salvar la fuerza interpretativa de Emma Stone y Ryan Gosling, quienes también tuvieron que prepararse discursos de victoria para aquella gala y algo hace intuir que no serán los últimos. Dos actores de curioso registro y carreras sin mínimo común múltiplo, intergeneracionales, bailando bien y canturreando mejor, que abren hueco en una historia a veces relajada y casi siempre tensa, en la que uno espera que cualquiera de los dos pierda los estribos en cualquier momento.
Está muy bien disimulado, pero ‘La La Land’ transita una historia ciertamente compleja. Quizá demasiado si se enfrenta con alguna pretensión mundana. El reto está en hablar de ella sin recurrir a lo mágico, lo milagroso, lo innacesible: Emma Stone, por ejemplo, arroja siempre una sombra de vulnerabilidad que eleva su atractivo y también encarece su talento. Sospecho, abstrayéndome, que durante los primeros minutos de historia a cualquiera le gustaría ser Ryan Gosling y perder el menor tiempo posible: pero éste también es un personaje atribulado, sin trazas de cinismo, cuyo primer amor -digamos el jazz- es difícilmente sustituible. En magníficas puestas de sol, noches cortas y aseadas coreografías uno recicla su cariño por la interpretación y todavía no se plantea demasiado sobre la profundidad de la obra hasta que Chazelle, a quien es fácil imaginarse escondido maquinando lo peor, lanza los tonos de ‘City of Stars’ (canción que ya ha recibido cinco premios, obra de Justin Hurwitz), una composición «esperanzadora pero melancólica» para el propio Hurwitz, cuya adaptación de Gosling en el muelle es al final la mejor sinopsis de la película: «¿Es esto el comienzo de algo maravilloso, u otro sueño que no puedo hacer realidad?». Porque ‘La La Land’ desentierra igual ambiciones y utopías, con la carga incrédula que implica.
Esta losa melancólica que durante dos horas retiene y obliga a cualquiera a hacer introspectiva percute como el atractivo máximo y sin espacios de la película, que opera casi como una sesión de psicoanálisis. Quieres estar del lado de los dos. La sospecha se desata en un magnífico tercer tramo en el que Chazelle va con todo: la decepción en do menor, la cuadratura de lo imposible a tres bandas y el solsticio de lo indeseable. Gosling y Stone se empujan mutuamente a cumplir el anhelo del otro, recorren una ciudad vertical que no espera, les abren el funicular, claro que se enamoran y se persiguen sobre un alambre que anticipa rutina de la letal. Stone reacciona. Toma la película en solitario durante muchas de sus escenas cumbre, a cual más humanizada; Gosling, para quien este personaje parece hecho a medida, vuelve de un viaje al futuro y se pierden. La imponderable dicotomía que siempre plantea el amor a largo plazo les quema a ambos por igual, aunque al final se permiten un último lujo. Chazelle echa el telón, se aplaude y graba a todos los espectadores que deja en las butacas planteándose cosas sobre lo que soñaban ser y lo que el tiempo ha hecho de ellos. ‘La La Land’ no es como parece una película sobre la sugerente caza de quimeras, que no es más que el preludio de la infelicidad: es individualista, agridulce, realista en consecuencia.
En su discurso al recoger el Globo de Oro a Mejor Actriz, Emma Stone dejó ir un poco su voz al acordarse de su madre y sin embargo mantuvo el tipo cuando repasó lo que es la carrera de cualquiera: interrupciones, altibajos, abono para decepciones, llamadas que no llegan, consuelos de imbéciles. «Va por los que no se rinden», cerró después de asegurarse que dejaba meridianamente claro que ‘La La Land’ trabaja por supuesto mucho la autobiografía (el mismo Chazelle, que ahora rezuma triunfa, lo ha reivindicado también hasta la náusea). Por eso, más que la magia, que la tiene y sin necesidad de disimularla -como ahora parece que hay que esconder la felicidad no sea que alguien se ofenda-, la película, casi perfecta, desgrana un sórdido desencuentro con la objetividad. Muchos de quienes han celebrado que cayera un trabajo de tan peculiar afectividad, con todo en su sitio y a tiempo, saben bien de qué va esto de tener que elegir si hacer feliz o serlo, si saltar o quedarse, si actualizar el currículum o rendirse a vagar. ‘La La Land’ parece en el fondo más una tragedia que un canto a la vida, y quien llegue hasta el final entenderá que a veces son necesarias las películas que nos enseñan a sobrellevar la pérdida de lo accesorio, o más bien la útil categorización personalísima de esto; que la magia es eso que hace cada cual renunciando a certezas en busca de lo que no existe.
Foto de portada: fanart.tv