La era Zidane

Recuerdo que, en mi blog, hace seis años, más de seis años ya (que el tiempo es relativo, a veces parpadeo, a veces desierto, lo descubre uno cuando es feliz, o no lo es), escribí esto después de la victoria por 3-4 aquella del Barcelona en el Bernabéu que desquició al Madrid de Ancelotti tres semanas antes de la final de Copa en Valencia: «Messi sigue purgando al madridismo con un rigor estalinista. Es el eterno gulag. Cuando creímos que estaba muerto, cuando nos masturbábamos pensando en un triplete limpio, profesional, sonriente, volvimos a tener la pesadilla recurrente. El Real Madrid se ha levantado hoy con las sábanas meadas por terrores nocturnos que creía superados. Messi es el denominador común de una década diabólica que ha trastornado la psyche del equipo más ganador de la historia del deporte mundial. Messi ganó ayer un partido que en 1980 o 1990 habría terminado 5-0 a favor de los locales. Por puro terrorismo. El DRAE lo define como “dominación por terror; sucesión de actos de violencia ejecutados para infundir terror”. Y eso es Messi con el Madrid. Un fantasma capaz de resucitar a su equipo moribundo y trasnochado. En Madrid se lleva viendo la forma de Messi en las tripas de los conejos sacrificados por los hechiceros desde hace una década: menos tardaron los aztecas en caer»

Aquel día veía muy lejos el momento decisivo que supuso la final en Valencia, el gol de Bale, el espaldarazo que empujó al Madrid a eliminar al Borussia y meterse en el sprint por la Décima. Pero eso no tiene mucha importancia, al fin y al cabo siempre he sido muy cortoplacista, muy de la emoción del momento. Muy ciclotímico, como Belmonte, que tenía inviernos y veranos en el alma, períodos de repliegue y períodos de expansión.  Mi madridismo es un reflejo de eso: a veces huracán, a veces nieve siberiana, parte sustancial de mi vida y a despecho de los tristes, termostato casi siempre de mi estado anímico. Aquel día, destruido, a punto de echarme al monte (uno está cerca de entender la psicología del terrorista, del lobo solitario, en esas noches de devastación futbolística, esa es otra de las tantas cosas que se pierden los esnobs que abominan del fútbol por intelectualismo) acuñé para mí, seguramente por haberlo leído u oído en alguna parte, eso de la era Messi: la década de los prodigios nefandos, la década en que el mito madridista se replegó tanto que parecía Inglaterra en el verano del 41. Fue, probablemente, el punto crítico del repliegue, un hasta aquí llegó el retroceso, más allá de este Volga no hay nada, más allá de este río, un paso atrás más, y se acaba el Real. Estuvo cerca. 

Perdido en la divagación acerca de Messi y de su influencia mefítica sobre el ethos del Madrid, no me he dado cuenta tampoco de que la Historia ya estaba en otra cosa. Es lo que los cursis y los politólogos llaman un cambio de paradigma, una transformación del marco mental. Ha ocurrido delante de nuestros ojos pero tiene que pasar algo así, extraordinario pero también interpelante, para que uno se sienta aludido, para que vea. Pasa con los cambios de época. ¿Cuándo empieza la Edad Media? ¿Con el último emperador de Occidente, con ese Augústulo de la novelita de Valerio Massimo Manfredi? ¿O ya había empezado mucho antes, y muchos siglos después alguien, un tipo con estudios y gafas de pasta, decidió marcar con una raya justo ahí, en mitad del siglo V, y decir aquí empieza una cosa y termina lo de antes? ¿El mundo moderno, con qué empieza, con Mehmet postrándose ante Alá en Santa Sofía? ¿Con la caída de Granada? ¿Con las tres cáscaras de nuez de Colón atravesando la oscuridad del Atlántico? 

¿Y la Era Zidane? ¿Cuándo empezó? ¿Con la Undécima? ¿Con la Liga ganada un 21 de mayo en Málaga? ¿Con Cardiff? ¿Con el threepeat? Es difícil saberlo. Como leí una vez, estas cosas suceden, no con el estrépito de un derrumbe, sino en silencio. Puede que en el último Clásico, el último Madrid-Barcelona del mundo de ayer, en el marzo aún feliz que precedió a la catástrofe, ese salto de eje se plasmara en la jugada de Marcelo, hoy símbolo del título número treinta y cuatro del Campeonato Nacional de Liga para el Real Madrid: Messi recibe una bola franca, ancha pradera por delante, portero adelantado, el Bernabéu conteniendo el aliento, defensa blanca mal colocada, el puñal del viejo Dios sin rostro cerniéndose otra vez y apuntando hacia las junturas de las costillas del madridista…y un Marcelo agónico, fuera de forma, le rebaña a la pelota a ese ángel exterminador, además con un tackle forzado, un suspiro…

Parece un hecho que la Liga, con Zidane, ya no es el jardín de Messi; y la liga era el pañuelo con el que se limpiaban las lágrimas tras las palizas en Roma, Turín o Liverpool


En doscientos nueve partidos entrenando al Madrid, Zidane ha ganado once títulos: lo dice la web del club, un trofeo cada diecinueve partidos. Cuando cogió al equipo en plena deriva benitesca el Barcelona estaba a cinco Copas de Europa del Madrid y a nueve Ligas. Hoy, tres temporadas y media después, el buque de guerra del Madrid mira a ocho orejonas de distancia al del Barcelona, y también a ocho Ligas, aunque teniendo en cuenta el ritmo de conquistas domésticas madridistas en el siglo XXI (2001, 2003, 2007, 2008, 2012, 2017, 2020, siete de veinte) esto último se antoja incluso rupturista, en tanto que introduce una cuña en una inercia peligrosamente descendente. Además de encadenar tres Copas de Europa seguidas, proeza no vista desde los legendarios dominadores alemanes y holandeses de los 70, en esos tres cursos y medio Zidane ha desalojado de su último refugio al Messi crepuscular, al Messi tirano ganaligas: dos de tres y aquella media, once puntos de doce recortados en un frenesí dionisíaco culminado en Milán, hurtada en un infame biscotto a tres bandas entre Sevilla, Granada y Barcelona que nuestra gloria periodística patria ha pasado por alto con su habitual soltura y poca vergüenza. 

Ya no hay más Era Messi. El emperador está en pelotazos. Se acabó y no nos dimos cuenta, y eso que la muerte lleva tiempo habitando las piernas del argentino. Los hagiógrafos nos decían: corre menos porque redirige sus esfuerzos, no camina, economiza, juega más atrás porque cada vez es más listo, solo necesita grandes campeones a su lado para volver a reinar en Europa, que es al Barcelona moderno lo que España para el Madrid, la prueba del algodón, el lugar donde confirmar que se es el mejor. Pero a cualquiera le dan una columna en un periódico. Parece un hecho estadístico que la Liga, con Zidane, no es ya el jardín de Messi, y la Liga era el pañuelo de lágrimas con que se limpiaban la cara tras las palizas en Turín, Roma o Liverpool: esos lugares donde los rivales no salen derrotados del túnel de vestuarios, donde no basta con caminar, donde te van a buscar a la puerta de tu casa, donde te golpean sin piedad a la menor oportunidad, donde la flaqueza se huele a leguas y donde la sangre, una gotita, atrae a cien tiburones sobre tu cuerpo náufrago y moribundo. 

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Valverde se dio cuenta al momento y también supo que los cientos de millones de euros del dinero del Monopoly con el que el club-Estado de Cataluña no podían comprar la clase de jugadores con que soñaban los poetastros: la mayoría jugaban en el Madrid, y un jerarca de cuece en un fuego muy lento. Valverde se esforzó en cultivar una tierra modesta aprovechando la dimisión del Madrid, dos años regalados a la prórroga de ese mito, el de la Era Messi, que ya estaba muerto, pero que aún flotaba como un espectro, alimentado por Ligas y Copas fáciles, hinchado por la baba de un millón de idiotas. Pero Valverde no valía. Ahora cobra un potosí de finiquito mientras hace chorizos de matanza en su finca extremeña y paladea el sinsentido del gastador Setién, otro Licurgo del buen juego.

Zidane ha pasado con el bulldozer por el jardín de Messi y ahora, por fin, la Liga parece de nuevo una prioridad para el Madrid moderno, esculpido por la obsesión de la gloria europea. Zidane, con esta CoronaLiga tan especial, ha empezado a subvertirse también el efecto psicológico, mágico diría yo, de Messi sobre el madridismo y el resto de equipos de la Liga: su Madrid de piedra dura, hecho a martillazos de circunstancias, tapizado de moqueta italiana noventera, flexible como un junco, al que se le puede zurrar tanto como a Ali sin que se le note, el que muerde con el salvajismo de aquel Madrid capellista del Beckham rubio platino, ya se le aparece a los adversarios en la imaginación como un equipo al que es imposible meterle un gol y al que, además, la carencia de killers no resta un ápice de mordiente. Así se construyen los mitos, con esa mezcla de deseo, temor, fascinación y realidad. La encarnadura de este equipo, una serie de veteranos insaciables y resurrectos, un capitán icono pop al que todo el mundo quiere imitar, un Barbarroja de Kurosawa, un vikingo del Assassin’s Creed, un pirata del Caribe, ayudan a trasladar de bando esa imaginería messiánica que ha tiranizado la Liga en los últimos diez años. Hasta Zidane. Bienvenidos al vuelo número 34, bienvenidos a un tiempo nuevo.

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