Aún no sabemos si en EEUU, a miles de kilómetros de distancia, ha ganado Trump o la democracia. Los analistas televisados se esfuerzan en escudriñar cada voto en directo. En España, digo. No es para menos; nos va la vida en ello. Si los deseos pronosticados no se cumplen la democracia habría perdido otra vez, en una especie de «o nosotros o el caos» exportado. La reacción hasta ahora es muy parecida a la que se inició en 2016. Se habló y aún se habla de la «anomalía americana». Se habló y aún se habla de la posverdad, como si la posverdad hubiera sido la primera decisión ejecutiva del presidente americano y no el terreno en el que pudo crecer alguien como Trump.
La posverdad la tenemos instalada también en España, especialmente en todo lo que tiene que ver con el magnate, otra palabra-autómata. Hace dos días en La Sexta aparecía este titular: Los mítines de Trump causan 700 muertes por COVID-19. Y añadían la coma autojustificatoria: según la universidad de Stanford. Se trataba de un working paper, no sometido a revisión por pares, elaborado por economistas mediante modelos y extrapolaciones, aunque en la noticia no mencionaban nada de eso
Pero ahí -y aquí- estaba el titular, a cuatro días de las elecciones: Los mítines de Trump causan 700 muertes por COVID-19. Ahí y aquí, en La Sexta, cadena de televisión de un país que ha tenido algunos de los peores datos sanitarios y económicos de Europa. Nosotros en lugar de Stanford tuvimos a Lacambra. Que es en el fondo lo mismo. Y tuvimos a una divulgadora también televisada preguntándose -retóricamente- de cuántas muertes era responsable la incultura científica. Dejó la pregunta sin responder, pero ahí la dejó.
Lo que no dejaron ni la divulgadora ni La Sexta, que en el fondo también son lo mismo, fue una afirmación parecida a la de la universidad televisada de Stanford, preguntándose por la responsabilidad no de los mítines ni de la incultura, sino de nuestro Gobierno respecto a los datos de España. ¿De cuántas muertes es responsable el Gobierno de España? Habría sido algo así. Pero no fue. Porque no tocaba. Porque aquí, en España, sí ganó la democracia. Y a la democracia se la juzga por sus intenciones, no por sus hechos extrapolados y modelizados, la forma académica de decir alternativos.
Nosotros somos los que sermonean sobre las deficiencias de la democracia americana pero procuran no decir demasiado sobre la democracia en Hernani
Vayamos a los hechos. Hoy los más sabios de entre nosotros, nuestros sofistas modernos, los que nos dijeron que ganaría Clinton de calle y los que nos han vuelto a decir que, ahora sí, con los nuevos y relucientes ajustes en los modelos era imposible que Trump ganase otra vez, porque Trump es una anomalía democrática, contienen la respiración. Al final ganará uno u otro, habrá nuevas predicciones retrospectivas autoexplicativas, y tendremos four more years de narración de un partido de fútbol grabado que todos pudieron ver en directo. Narración con su correspondiente moralina futbolística: «La democracia le debe unas elecciones a América». O «ganó la democracia», en el caso de que gane su candidato. Aforismos de filosofía política a los que apenas se les ha quitado el envoltorio. «Ha salido a proclamarse vencedor sin que haya terminado el recuento, es el fin de la democracia liberal, es El cuento de la criada, ¿no lo veis?» Porque si tomas la suficiente distancia ante lo hiperbolizado, la hipérbole se encoge.
Y efectivamente, Trump no es Jed Bartlet. Ni en las formas ni en el fondo. Pero nosotros tampoco somos Toby Ziegler. Nosotros, de hecho, somos de Cuenca, o de Trujillo, o de Alcorcón. O de Sestao, o de Rentería. Nosotros somos los que sermonean sobre las deficiencias de la democracia americana pero procuran no decir demasiado sobre la democracia en Hernani. Somos los que ridiculizan a Trump y aplauden a Oskar Matute, los que desprecian a Trump y brindan con Arnaldo Otegi, de quien ya no es descabellado pensar que pueda llegar algún día a ser el presidente del País Vasco. ¿Y entonces, qué? ¿Quién saldría perdiendo en la comparación, la América de Trump o la Euskadi de un terrorista condenado?
Dedicamos horas a los disturbios en Mineápolis, Portland o Seattle y pasamos de puntillas por Bilbao, San Sebastián o Alsasua. Nos arrodillamos, simbólica o literalmente, por la violencia en las calles de América y llamamos «ola de crispación» a las denuncias de la violencia contenida que aún condiciona la política en una región de España. Nos llevamos las manos a la cabeza cuando un presidente de otro país a miles de kilómetros dice que llevará el recuento electoral al Tribunal Supremo, y normalizamos que la segunda fuerza política del País Vasco pida al Parlamento de esa comunidad autónoma que vete la presencia de tres partidos políticos en sus calles en una campaña electoral. Sus calles no se refiere a las calles vascas, sino a las calles de esa fuerza política. Nosotros, en la vieja Europa, hemos aceptado que una banda terrorista construyera un censo electoral a su medida, y que además haya fuerzas políticas en el Congreso que trabajen para que no haya desviaciones.
No podría interesarme menos el resultado de las elecciones en América. Pero reconozco que contemplo con mucho interés los análisis televisados desde España que plantean aquellas elecciones como una lucha entre el bien y el mal, la democracia o la tiranía, la ley o la fuerza. De repente, el país del relativismo y del «no es para tanto» se convierte en el país de los absolutos morales. Cada cuatro años. God bless America, que nos permite elevarnos a distancia.
Óscar Monsalvo, @rpr3z en Twitter, es profesor de Filosofía en Bachillerato y autor del blog El Liberal de Bilbao.