Diego González tenía 11 años cuando se lanzó por una ventana del quinto piso de su casa, hace exactamente trece meses: «Yo no aguanto ir al colegio y no hay otra manera para no ir», dejó escrito. El caso se abrió y cerró en dos ocasiones, sin pruebas concluyentes de que el niño decidiera suicidarse víctima del acoso escolar. El suyo es uno de esos pocos casos, encajados entre el 5 y el 10% de los suicidios en España (donde es la primera causa de muerte no natural), que responde a causas subclínicas: esto es, sin patología mental declarada. Meses antes de Diego, fue noticia Lucía, de 13 años: «Sólo me hablaban para insultarme. Empecé a odiarme a mí misma (…) Si queréis verme, tendréis que visitar mi tumba». Y cumplió su amenaza. De febrero de este año es la atroz denuncia por violación grupal a un niño de 9 años en Jaén, que se saldó con la expulsión del centro de cuatro de los sospechosos. Un mes después, en marzo, era detenido en Málaga un adolescente por maltrato psicológico y verbal a un compañero. Son apenas cuatro muestras, condensadas en un tiempo actual, que saltaron a los medios: el bullying, la violencia en las aulas y el acoso escolar son como poco un gris recurrente en los titulares siempre que incluyan alguna pérdida ya irreparable, una denuncia o cualquier tipo de detalle de morbo vívido. No corresponde a los medios intensificar el foco sobre esta problemática, pero desde luego sí que el recorrido y seguimiento de las noticias que deciden cubrir sea regular, riguroso y respetuoso ya no sólo para con las víctimas sino para con el mismo lenguaje en que se ofrecen las informaciones. Más allá de la responsabilidad del medio, que es casi estética aunque se debería suponer a gente formada en periodismo, está la judicial, que repara en estos casos cada vez con más insistencia, amén de la familiar y por supuesto, la social que incluye a todas las anteriores.
A veces parece que el bullying fuera una etapa más del crecimiento, y hay quien así lo cree: cuando niños y niñas se encuentran en plena búsqueda de sus roles, interesados en afianzar posiciones de relativo poder enfatizado por los modernos métodos de ejercitación del ego que todos conocemos, lo inevitable es que los menos duchos para la pelea queden disueltos, en el mejor de los casos, por irrelevancia. Pocos atribuyen a los niños una maldad auténtica y original, cuyos límites aun son blandos y borrosos, que la familia ha de contener y la escuela, vigilar. A las noticias de bullying con palabras tipo violación o suicidio siempre corresponde el horror coral, el tipo de reacción del que bebe el establecimiento de una agenda concreta: pero es algo innato, casi humano, el comentario que licita la barbarie: «esto ha ocurrido toda la vida». Y de aquellas cuitas, los adultos deprimidos, cuando no resentidos o rayanos en la más cruda de las sociopatías en que se convierten cuando crecen. Niños que viven atormentados y acomplejados rodeados de gigantes atareados que minimizan su sufrimiento o que toleran el salvajismo de sus propios, hasta que un niño se lanza por la ventana en la tele y regresa, por tiempo limitado, la afección. Recuerdo y pongo en valor todo esto cuando la banda del bullying cool, que se aviene a juzgar menores por su procedencia, color, apellido o posición, la toma interesadamente con lo que después les horroriza cuando caen en que los niños son -o podrían llegar a ser- los suyos. La defensa del menor es otra línea borrosa, como cualquiera de las corrientes de concienciación actuales, que la sociedad todavía no identifica como propia, sino como oportunidad de sesgo: de ahí la dificultad para corregir a los acosadores, que pueden tomar frescos ejemplos de casa. Como cuando, sin ir más lejos, la diana es una niña de trece años que ha subido a un estrado a leer parte de la Constitución.
El acoso escolar es un problema muy serio en los centros. Los adultos deben estar muy atentos a cualquier pequeña modificación en la conducta del chico, ya que como el resto de los avisos, los acosadores son canallas que obran de manera sibilina para que nunca su buen nombre sea manchado