Borracho es lo menos deleznable que ha llamado la afición del Valencia a su capitán, Dani Parejo. El jugador se dejó grabar en una discoteca y desde entonces su status pasó a ser el de sospechoso ante la duda. Por supuesto en otros campos de La Liga tomaron nota, incluido en Getafe, donde Parejo dejó dos buenas temporadas con 20 años, sin que la policía del insulto de Javier Tebas mediara. Pocos futbolistas han insistido tanto en triunfar. Cuando la grada la toma contigo y a cada despiste o control largo, o pase sin receptor claro se repite el escarnio, lo fácil es sentarse con el representante y pedirle que te airee la habitación. No por más que se repita va a perder vigencia que los futbolistas son seres humanos sometidos a presiones concretas que ninguno de los currantes de a pie aguantaría cinco minutos. Sin embargo, es curioso cómo Parejo, que saltó de Emery a Pellegrino, de Pellegrino a Nuno y de Nuno a Prandelli o Marcelino, se ha mantenido en la posición de inalterable hasta que ha tenido la grada totalmente de su parte y sin fisuras. Parecía obsesionado con la idea de popularizarse. Lo imposible no esto, sino que por el centrocampista ha cruzado una veta de orgullo aplastante: pocos gestos, pocas reacciones, pocos aspavientos que recriminarle. Ha evitado entrar en el juego y desgastarse, porque lo que parece evidente es que su función es jugar. Tal es la obviedad que ha tenido que esperar a su plena madurez, que es la actual, para erigirse no sólo en estrella y franquicia de un Valencia ciclotímico, errático e inestable, sino para optar a la internacionalidad (debutó en 2018 con Lopetegui y no había vuelto hasta ahora con Luis Enrique). Ha despejado la desconfianza con juego y territorio. Y como todos los futbolistas de cierto nivel, la creencia se ha sobrepuesto a todo lo ambiental que podría haber dado al traste con la que hace años, cuando lo apadrinó Di Stéfano, apuntaba a ser una de las revelaciones del fútbol español. Hoy es una realidad confesable. Quizá el más completo de los centrocampistas de La Liga y el que menos pide a cambio. No se le conocen grandes agrupaciones de presión que exijan reconocimientos individuales o mayores, sobre todo porque en su club no pueden aspirar tampoco a tanto.
El ruido incesante en su contra -gaje del oficio de capitán primero y de constructor después, siendo además como era un producto del innombrable rival estratégico (que no deportivo)- más que condicionarle lo ha enemistado con su destino. Esto que no pasa de licencia poética regular se respira en momentos como cuando fue a sacar el córner del 2-0 en el partido contra el Real Madrid. Parejo dejó la pelota en la esquina, tomó dos pasos de carrera hacia atrás y antes de impactar siquiera con el balón ya había aficionados abrazándose. ¡Fijaos lo que tenemos aquí! ¡Qué maravilla! Y lágrimas como balones de reglamento cayendo sobre el cemento de las gradas. ¿Y de aquel borracho al que le pedían que se fuera? De aquel borracho no se acuerda nadie, y han pasado dos años. Sobrepuesto de una vez por toda a la injusticia y a la inquietud de una grada que es en realidad un avispero de inconscientes, Parejo ha hecho suya la realidad del Valencia competitivo. De la misma manera que cargó con el peso de las decepciones, no queda otra que atribuirle lo hermoso. El fútbol español necesita de un Valencia digno y competitivo que no se conforme con ganar al Real Madrid. Y si hay alguien capacitado para que parezca otra cosa más allá que un triste equipo desilusionado y atascado en debates sobre la pequeñez, desde luego ese es su capitán. El mérito es enteramente suyo por haber sabido soportar ese clamor, como si por encima del escudo, el sueldo o la retórica estuviera jugando siempre por su nombre y por su presente. Como un sicario de temporada que sólo se rindiera cuentas a sí mismo.