¿Dónde acaba la ilusión? El mismo Jim Carrey de Kidding (Showtime) aceptaba al proyecto mientras se resolvían las acciones que familiares de su expareja interpusieron contra él por interpretar que participó, indirectamente, de su fatal sobredosis. En 2015, poblado de barba y canas, enterró a Cathriona White en Irlanda. Ya era lo que hoy: un hombre oscuro y profundo: demacrado, triste y aparentemente superado. En enero fue liberado del juicio tras desestimarse las demandas, con Kidding casi a la vuelta de la esquina. En la serie encarna a una estrella televisiva infantil al que la vida ha encajado en un brete de complicado manejo: la pérdida, consecutiva, de su hijo en un accidente de tráfico, su matrimonio y hasta su credibilidad. Era Jim Carrey, no Jeff Pickles, quien hablaba así sobre el erial de la depresión, situándose a sí mismo como uno de sus incontables personajes: «Jim Carrey fue uno menos intencional: interpreté al tipo que estaba libre de preocupaciones para que las personas que lo vieran se sintieran libre de preocupaciones». Tan aplastante es la analogía entre ambos que es imposible presenciar Kidding sin lamentar, todo el tiempo, que Jim Carrey actúa frente a un espejo. O lo que es lo mismo: que como en otra dimensión, el actor forcejea por purgar esa lucha desvinculándola de su verdad para enviársela a otra figura. Como en un exorcismo sin cámaras. Lo que el intérprete llama «sentimiento de totalidad», o autoexigencia en tercera persona, es el peso sobre su atlas y la constante lluvia con la que comparó la depresión, otrora mal necesario y tortuoso de identificar por lo firme de su manifestación y lo etéreo de su aplicación. Kidding, además de una peculiar semblanza a la autogestión, acaso liberada de normas sociales, sirve para que Jim Carrey pueda expresarse libremente fuera de las contadas ocasiones en que, lúgubre y reflexivo, se cuestionaba la existencia humana y su trascendencia. Algunas de sus últimas palabras a medios, siempre apagado, parecían una llamada de socorro. Nada más lejos: se ha revelado como una mente verdaderamente preclara de la industria. Y supone una grata pero tibia mejoría comprobar que como actor mantiene intacta una serena altura interpretativa, más allá de que el personaje parezca encajar adrede en su necesidad.
Kidding, además, interpela dos mundos en franca ebullición y constante revisión a los que Jim Carrey debe lo mejor y lo peor de su vida. Uno, la televisión. El otro, la fama. Fue encasillado en los 90 tras levantar algunos hitos de comedia de finales de siglo, y en pocos de sus papeles alternativos causó la impresión que innegablemente perseguía. Como excepción, la profética El show de Truman (1998), que adelantó las vidas en directo de millones de personas que no se sospechaban vigiladas: cualquier padre hoy con un móvil es Ed Harris en la sala de mandos, dirigiendo likes a los primeros pasos de sus hijos, sus primeros dientes, su primera Navidad. Después fue Andy Kaufman, otro de sus honores autobiográficos: el hombre que borra la línea roja, que salta de la provocación a la autodestrucción, esta vez con trágicos y documentados resultados. Netflix liberó su pieza en la que Jim Carrey, mesurado pero ya advertido, reconoce la visión del fantasma de Dickens en sí mismo. Jeff Pickles, protagonista de Kidding, quiere acercar a su público a la experiencia de la muerte y la desesperación con un programa especial sobre la única verdad y certeza de la vida: su final. Una propuesta rechazada por el productor, que se da la circunstancia es también el padre del protagonista y que asiste, con lo que implica, a su derrumbamiento humano en la innegociable latitud profesional. La serie aborda, en una macro metáfora, la desoladora soledad del deprimido: rodeado de su familia en el día a día de su programa, Jeff Pickles difícilmente puede discernir entre qué debe hacer y qué espera todo el mundo que haga, pero lidia con lo segundo desafiando lo primero -y cualquiera diría que lo fundamental-. La relativización de la tristeza, el malsano periodo de propaganda blanca optimista encubierta por el mercado y la pérdida, en su acepción más rotunda, contra esa extrañísima violencia natural reactiva y el elogio de la aniquilación como parte siempre de un proceso evolutivo. Una serie en el que cualquiera se sorprende masticando las decepciones del protagonista como si fueran propias. Por eso ha salido tan bien: porque Jim Carrey se ha enfrentado a su reflejo y, al estirar el brazo para asustarlo, ha comprobado que en realidad no había espejo.