El formato de competición de un deporte siempre lleva la guerra entre justicia y espectáculo para determinar quién es el mejor. En la Liga Nacional de Fútbol Sala, en la ACB o en la NBA, los play-off por el título salvaguardan la emoción que podría desaparecer en campañas con un equipo destacado sobre el resto a cambio de no premiar como se merece al que ha sido el mejor en un enfrentamiento a doble vuelta, recorrido lo suficientemente largo –se ajusta a la duración de la temporada– y coherente –los partidos son igual de importantes en noviembre que en marzo, pues todos valen tres puntos– como para esclarecer quién ha sido el mejor equipo de la temporada. En el circuito ATP de tenis, cada torneo tiene su prestigio, su mística, pero también tiene su puntuación respecto a una clasificación global que determina quién es el número 1. Luego habrá debate sobre si históricamente es mejor un tipo como Wawrinka que ganó tres Grand Slam y nunca pasó de ser número 3 en el ránking o alguien como el chileno Marcelo Ríos que llegó al número 1 sin ganar un Grand Slam, pero el mejor de la temporada, el que no da tregua a estar por encima de los demás cada semana, el que más gana en el día a día, ese, tiene su reconocimiento. La ambición absoluta y no selectiva tiene premio.
En el fútbol de élite no hay ninguna clasificación que aúne competiciones para reflejar el comportamiento global de un equipo en la temporada. El formato del torneo más prestigioso, la Champions, no busca evidenciar qué equipo ha sido el mejor en los casi diez meses que dura el curso futbolístico –lo más cercano a esto sería una liga europea que abarcara toda la campaña–, sino promover un espectáculo inigualable en el que todo es demasiado frágil. La fase de grupos ya está orientada a que los favoritos accedan, salvo debacle, a jugarse el título en siete partidos disputados a lo largo de cien días y que que dan comienzo en febrero, el sexto mes de competición. Esto permite que equipos desnortados en invierno –como el Real Madrid de Benítez que luego cogería Zidane, el Chelsea de Villas-Boas del que más tarde se haría cargo Di Matteo, o incluso el primer Barcelona de Luis Enrique–, que disputando una liga europea ya hubieran perdido sus opciones de ser campeón, puedan no pagar peaje por estos meses de sesteo, cambiar su dinámica y proclamarse campeón. De la misma forma que equipos de campañas inmaculadas como el Manchester City o Barcelona en 2017/18 sólo necesitaron un mal día para caer eliminados.
Fijar como objetivo a principio de año la conquista de la Champions siempre será un error, porque lo normal es no ganarla
Si la Champions es un torneo maravilloso es porque refleja como ninguno lo que es el fútbol como deporte. El resultado del trabajo bien hecho sumado a la calidad individual –aciertos y errores individuales–, a las virtudes competitivas –concentración, determinación en cada acción, forma de responder a cada lance adverso, manejo de templanza y descaro según demanda el contexto, etc.– y a una infinidad de variables incontrolables –un resbalón, un rebote, un fallo arbitral, una plaga de bajas propia, una lesión de un crack del rival, el rival que toque en el sorteo…– que pueden hacer que ese trabajo bien hecho salte por los aires. En eso, el Real Madrid de esta era es, sin duda, el equipo de todos los tiempos. Nadie compitió en Champions como él, y el hecho de haberlo hecho sin un patrón de juego definido realza todo lo demás. Esa descomunal plantilla a la que no le afectaban las bajas era el punto de partida. Mientras al resto de rivales una baja les fundía los plomos (Motta en el Bernabéu, Neymar en París, Robben en semifinales o Salah en la final), al Madrid le suponía meter otro jugador de primer nivel y mostrar su verdadera complejidad táctica, esa que escondía bajo la aparente simpleza de su fútbol: el hecho de que el rival no supiera a que crack ni a qué dibujo se iba a enfrentar. Podía llegar a cuartos con Bale en el 4-3-3 y arrasar en semis y final con Isco de mediapunta; podía plantarse en París sin Modric, Kroos, Isco ni Bale en el once y ganar con Kovacic, Asensio y Lucas Vázquez. Sumando a esto que el rival del Madrid –por calidad de plantilla– siempre iba a tener más jugadores con probabilidades más altas de cometer un error individual, y que cuando el que lo cometía era un jugador blanco el equipo respondía con ese carácter psicópata al que nada le afecta, nos encontramos con el equipo que mejor acota la casualidad en el torneo de la casualidad. Porque la Champions no siempre la gana el mejor equipo, pero incluso cuando sucede, pocas veces no influye la casualidad para que así sea.
Por eso el fijar como objetivo a principio de año la conquista de la Champions siempre será un error, porque aunque uno sea el máximo favorito, tenga la mejor plantilla, o incluso haga todo bien, lo normal es no ganarla. No hay más que ver al jeque del PSG, que ya no inicia cada temporada con la ilusión de ser campeón sino con la obligación de salvar una decepción. Que Sergio Ramos dijera hace once meses que «ganar la Champions tiene ese plus que equivale al doblete Liga-Copa o incluso más», encerraba un mensaje peligroso que iba más allá de una reivindicación o del pique Barcelona-Madrid. Era la constatación de la manera de entender el fútbol de un grupo de jugadores que pudiendo haber sido un huracán de época lo fio todo al reconocimiento inmediato. Al esfuerzo corto, intenso y concreto, asentado en la falsa pero determinante ilusión –que trasladó al resto de rivales y que le hacía partir en cada eliminatoria desde una superioridad mental decisiva– de que tenían el control total de la competición incontrolable. Falsa aunque no se demostrara en esos tres años, de la misma forma que no demuestra mi inmortalidad el hecho de que yo siga vivo. El Madrid hizo, de ese precipicio entre el cielo y el fin de ciclo, su jardín de infancia. Precipicio en forma de conjura puntual en marzo, justificada en que tres o cuatro partidos buenos en primavera podían repercutir en más gloria que diez meses agotadores de sistema, automatismos, concentración y mantenimiento de la puesta a punto. Alimentado todo por una directiva que, capaz de acumular talento de manera brillante, lleva seis años dando un valor a la figura del entrenador no como creador, sino como perfil paternalista. Padre más o menos estricto en función del comportamiento del vestuario.
El Madrid está convencido de que una convivencia sana, el físico y la actitud es lo prioritario para activar el talento. Que el juego es secundario. Y eso ha mostrado la otra realidad en Liga, en la que el ogro europeo ha renunciado a competir en las dos últimas ediciones, ha logrado 20 puntos de los úlimos 72 posibles ante sus dos rivales directos en las seis últimas y ha prestado su campo a las exhibiciones del Barcelona, que en competición oficial ya acumula cinco victorias en los últimos cinco partidos en el Bernabéu con resultado parcial de 2-14 (5-1 del Camp Nou sin Messi en el campo, aparte). Las Copas de Europa han dado respaldo a la cultura de club que dice que el estilo del Madrid es ganar, mientras la Liga no dejaba de gritarle que el camino es jugar bien. Que sin un proyecto en el que directiva, dirección deportiva y entrenador remen en una misma dirección, sin una identidad colectiva, sin un modelo de juego trabajado, sin unos jugadores que entiendan el fútbol como un oficio diario, es casi imposible pelear por una gran Liga. Por eso no es de extrañar que la Juventus esté a las puertas de su octavo Scudetto consecutivo, que en la última década haga falta un milagro para quitarle la Liga al Barcelona –los 100 puntos de Mourinho, la proeza del Atlético del Cholo y la plantilla imposible de la 2016/17– o que Manchester City y Liverpool se estén jugando una Premier en la que no bastarán 90 puntos.
El punto de partida del Madrid debe ser la asimilación de que la unidad temporal del fútbol es la temporada, no la Champions. Y eso Zidane lo tiene. Las tres Champions lo esconderán, pero Zidane siempre tuvo la Liga como el torneo en el que se debe mirar el club. La Liga era la gasolina del Madrid de Zidane (12 victorias en las 12 últimas fechas de la Liga ya perdida en 2015/16 y los 93 puntos de la 2016/17), y fue en ese día a día de la 2017/18 –en la que la Decimotercera era pan para hoy y hambre para mañana– donde vio que ya no podía estimular al equipo. Zidane fue el único que no se dejó engañar por el resultado, el único que sabía que la Liga es suelo firme y la Champions arenas movedizas. Aquel mensaje de Zidane en su despedida señalando que ‘ganar la Liga fue mi mejor momento’ no debería dejar de resonar en el club. La responsabilidad del Madrid debe ser pasar de 90 puntos en Liga, superar la liguilla en Champions y competir a muerte en eliminatorias. Lo único que depende de sí mismo. Fracasar en Champions no es caer eliminado, sino perder como lo hizo el Barcelona en las dos últimas campañas o como lo ha hecho el Real Madrid en esta.
Zidane fue el único que no se dejó engañar por el resultado, el único que sabía que la Liga es suelo firme y la Champions arenas movedizas
Mientras Manchester City, Barcelona o Juventus perpetuaron su inercia ganadora desde un modelo de juego reconocible, Zidane lo hizo desde el exceso. Desde el juego de equilibrios –en todos los aspectos– con una plantilla histórica. Desde su flexibilidad para acomodar en el once, a veces de forma casi improvisada, a tanto crack tan distinto. Desde una ascendencia sobre el vestuario –apoyada en un torrente incesante de victorias en ese primer año y medio que no dejó rendija para las dudas– que le permitía tener en el banquillo al mejor jugador de la reciente Eurocopa (Pepe), al que luego sería capital para conseguir la Duodécima (Isco) o a los que la temporada siguiente serían el nueve del Chelsea (Morata) y el diez del Bayern (James), sin que la atmósfera se entoxicara. Zidane era el hombre perfecto para dirigir el derroche de talento y glamour que era aquel equipo, que nunca hubiera cedido a la rigidez de un creador. Pero esa plantilla ya no existe y no hay un Cristiano en el mercado. El Madrid tiene hoy un plantel que pide un creador que lo apuntale a su gusto, mientras Florentino, por apagar rápido el fuego, por pura fe o porque quiere volver a ser el presidente de 2009, ha vuelto a echar mano de un padre. Así que, por el bien del Madrid, de Zidane y del propio Florentino, más vale que dicho presidente esté a la altura en verano de lo que demanda el entrenador que ha fichado.
Volviendo a releer este grandísimo texto, podemos constatar, a horas o días de que se cierre Neymar por el Barcelona, que Florentino no ha estado a la altura de lo que necesitaba esta summeriana.
Recemos un padre nuestro por la pérdida de la temporada 19/20.