Imagina haber participado activamente de una estafa que ha saqueado el bolsillo de innumerables civiles inocentes que han pecado de generosos y permitirte la licencia de llamar a los demás «hijos de puta». Este es un insulto cuya gravedad se aprende muy temprano, no en vano suele ser el primer insulto grueso de madurez. Pero Pedro Simón, el periodista multipremiado, se lo ha llamado a quienes bailan: «Si en Alemania hay quien propone llevar a los adolescentes a ver Auschwitz para que no olviden, yo fletaría autobuses para que vieran las UCI (…) deberían verlas. Los jóvenes que bailan sin mascarilla y se contonean sin mascarilla y se hacen selfies sin mascarilla. Deberían verlas (…) es como si hoy lunes se hubiese estrellado otro avión y en la pista se montara una rave multitudinaria. En fin. Cuánto imbécil hay, cuanto hijo de puta suelto».
Hijo de puta es un insulto que hay que elegir muy bien a quién llamar, aunque fuera por semántica y diga lo que diga la semiología. Hay un artículo icónico de Pérez-Reverte contra el abandono animal, publicado en 2012, que reza: «Intenta no convertirte, innecesariamente, en un hijo de la gran puta». El énfasis luego es desarrollado en una serie de párrafos en los que Reverte («he perdido el respeto por muchos seres humanos, pero jamás por los perros») se explaya sobre la causa. Como este es un insulto normalizado en España que incluso se utiliza -y de forma recurrente- como alivio irónico o admirativo, su uso indiscriminado está incorporado a la rutina y ni siquiera llama la atención verlo escrito en un diario de tirada nacional.
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Lo que desconozco es cuántas veces antes se ha utilizado contra los verdaderos responsables de la ruina que asola España y de la que, como en una torpe noche de verano, sólo asoma la puntita. Yo sí diría que esos han sido hijos de puta, pero con conocimiento de causa. Primero, porque ocultaron las víctimas del coronavirus. De hecho, siguen contándolas mal. Segundo, porque las abandonaron. Las despreciaron en el primer homenaje político para reservarse un apartado más televisivo al que pocos representantes fueron de riguroso luto. Fernando Simón, por ejemplo, fue con una mascarilla de tiburones tras ser fotografiado surfeando. Irene Montero llevó un vestido morado. Se subieron el sueldo mientras la ministra de Trabajo explicaba con una sonrisa de oreja a oreja las cifras de paro. Así ad infinitum.
En la columna de Pedro Simón la carga de periodismo humano apesta a autojustificación, porque parte del fallecimiento de un cercano -un amigo de su padre- para sentenciar que «el tonto común que se estabula en una plaza atestada de gente deviene automáticamente en hijo de la gran puta». ¿Qué escribió Pedro Simón el lunes siguiente a la polvareda levantada por la portada de El Mundo mostrando la hilera de ataúdes en la morgue improvisada del Palacio de Hielo? ‘Elogio de la enfermería’: «Estos días vemos a periodistas que han devenido en dinamiteros, a espídicos heraldos del pánico, a drugos preparándose para salir a la calle en cuanto se pueda (…) por eso, cuando todo esto acabe -que acabará-, frente al hedor habrá que reivindicar la belleza». Pues eso.