En estos días de confinamiento y peste se está abusando de la palabra héroe. Hoy es héroe hasta el butanero, como le leí a uno el otro día en Instagram. Sin embargo, acaban de morirse tres héroes de verdad. Dos hombres y una mujer. El lunes se murió Manolis Glezos, en Atenas. Ayer, martes, en Francia, Ramón Gómez. El miércoles por la mañana se conocía la noticia de la muerte de Consuelo Garrido, en Madrid. A dos se los ha llevado el coronavirus, dos víctimas más entre las cientos de miles, millones probablemente al final del macabro recuento, que dejará el COVID-19 en su primera oleada. Al otro, sencillamente, se lo ha llevado el tiempo, la edad. Los tres son héroes en el sentido clásico, ese que ya no se lleva: héroes del siglo XX. El siglo XX terminó el 11S, según la Historia, pero en realidad seguía respirando a través de ellos, porque gente como ellos eran su herida abierta, por donde seguía respirando y supurando el dolor y la tragedia de miles, de millones. Gente como ellos servirán para que los hijos del siglo XXI entiendan España y el mundo: vivieron, sufrieron, dieron ejemplo.
Manolis Glezos era el último icono de la resistencia antinazi que quedaba vivo, un tipo que siendo estudiante de económicas trepó hasta lo alto de la Acrópolis la noche en que los invasores alemanes celebraban la caída de Creta. Subió a través de un pasadizo milenario que había descubierto junto a un amigo, en los libros. Arrió la bandera del III Reich y ya en la calle, sin haber levantado la sospechas de la guarnición, la hizo trocitos , se la llevó a su casa y se echó al monte. Sobrevivió al encarcelamiento y las torturas de la Gestapo y de los italianos. También a la turberculosis y a la guerra civil, momento en el que tuvo la vida de Churchill en sus manos pero no hizo estallar la bomba que habría volado por los aires el Hotel Grande Bretagne de Atenas, donde se alojaba el cuartel militar británico que sujetaba al Gobierno de concentración presidido por Yorgos Papandreu. Detenido con la dictadura militar y perdonado tras una campaña internacional en la que hasta De Gaulle se pronunció a su favor, tuvo que exiliarse de Grecia para volver, con la restauración democrática, como diputado del PASOK. Fue alcalde de su pueblo y experimentó la democracia directa asamblearia de Pericles hasta que, cansado de la abulia de sus vecinos, y con 77 años, se fue de nuevo a Atenas y organizó lo que luego sería Syriza. Hasta 2015 fue europarlamentario. Lo último que hizo antes de cortarse la coleta fue pedirle perdón a los griegos por haber contribuido al encumbramiento de Tsipras, después de que este doblara la cerviz ante la Troika.
El coronavirus ha dejado temblando no sólo las economías de Occidente, sino también los cimientos políticos del mundo que sucedió a la Segunda Guerra Mundial
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Ramón Gómez era el último soldado de La Nueve, la novena compañía del Regimiento del Chad del ejército de la Francia Libre que entró en París para liberarla en agosto de 1944, como vanguardia de la fuerza aliada. Ramón Gómez era un almeriense de Roquetas de Mar que entró en aquel París de balas inciertas montado en una tanqueta a la que los «salvajes españoles» del capitán Dronne habían pintado Guernica en blanco. Luego siguió en otra, camino de Estrasburgo, a la que pusieron Don Quijote. No paró hasta llegar al Nido del Águila de Hitler en los Alpes bávaros, donde los americanos no quisieron dejarles a los republicanos españoles la gloria de entrar los primeros. Con 16 años dejó la escuela de carabineros para servir por una República moribunda: llamado a filas en la Quinta del Biberón, defendió el Ministerio de Hacienda en Barcelona y cruzó la frontera para ser desarmado a culatazos por los guardias senegaleses con que Francia recibió a los españoles en retirada. De los infames campos de concentración del Mediodía francés pasó a Orán, donde tenía familia. Allí se enroló voluntariamente en los Cuerpos Francos de África, que luego integrarían el mítico Regimiento de Marcha del Chad. Tras luchar en Túnez con americanos y británicos, acompañó a su unidad a Inglaterra y cruzó con ella el Canal, el Día D. Combatió, como todos sus camaradas, con la ilusión de que tras vencer a los alemanes, los Aliados irían a por Franco. Como casi todos los hombres de la Nueve, se avecindó en un tranquilo suburbio francés. España quedó convertida para ellos en una fotografía antigua que se mira con el dolor de la nostalgia.
Consuelo Garrido era la madre de Miguel Ángel Blanco. Aunque cada vez menos vascos jóvenes sepan quién fue, cualquier español criado fuera de una burbuja podrida de odio recuerda a Miguel Ángel Blanco. Cuando los terroristas de ETA le pegaron un tiro a su hijo y lo dejaron morirse como a un perro en medio del monte, hacía treinta años que Consuelo y su marido, Miguel, se habían establecido en Ermua, Vizcaya, dejando atrás la Galicia en que nacieron. Una ama de casa y un albañil trabajaron duro para darles a sus hijos una vida mejor que las suyas. Lo consiguieron. «Recuerda la alegría y el orgullo que sintió cuando él, un albañil, vio a su hijo con corbata y con el título de Económicas en el bolsillo», escribió un periodista de El Mundo citándola en un reportaje, justo cuando se cumplía un año del asesinato de Miguel Ángel. Ese albañil orgulloso de su hijo universitario, que nunca superó aquel verano de 1997, murió hace un mes, un mes solamente. A su hijo lo sacrificaron los etarras en el altar de la futura república soviética vasca. Fue un mártir de la libertad individual y colectiva de todos los españoles. Además fue un símbolo: en su nombre se produjo una alianza trágicamente efímera que casi mandó al brazo político de sus asesinos al basurero de la Historia. En 2006, Consuelo decía que le gustaría «que se lograse un acuerdo de punto final del terrorismo, pero no a cualquier precio. Tampoco quiero que pasen por encima de las víctimas y que se olvide todo, como si no hubiera ocurrido nada. Las víctimas tenemos el daño encima. Entonces queremos que entreguen las armas, que pidan perdón y luego se negocia». Hoy, aquellos que se escondían, en aquel julio de la rabia y del dolor, por miedo a ser linchados por la furia de españoles hartos de asesinos y de terroristas, son una de las muletas parlamentarias que sostienen al Gobierno de España.
El coronavirus ha dejado temblando no sólo las economías de Occidente, sino también los cimientos políticos del mundo que sucedió a la Segunda Guerra Mundial. Hay tanques rusos en Italia y aviones turcos y checos ayudando a España. Holanda quiere guardar sus ahorros debajo de un pólder y los finlandeses sonríen con hielo a las peticiones de ayuda desesperada de los derrochadores gitanillos del sur. La senectud ya no es un valor innegociable del sistema moral de la civilización europea y China se asoma al pretil del mundo con la corona del nuevo emperador. Y el coronavirus, de consuno con el tiempo, se está llevando a los héroes.
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