La mejor canción de Loquillo y Los Trogloditas empieza como si fuera un himno a un mundo perdido: «nuestro reino no es de este mundo, doy mi palabra de caballero / por la búsqueda de la verdad, empeñamos nuestros sueños». Luego continúa glosando un viejo código de hidalguía: «defendimos lo no escrito, de conjuras y rencores. Defendimos las conductas, donde no caben traiciones». Al final, la canción termina resumiendo la carrera de Marcelo Vieira da Silva Júnior (Río de Janeiro, mayo de 1988) en el Real Madrid Club de Fútbol: «en el fragor de la batalla, en lo más crudo del frío invierno, yo seré tu hermano de sangre y tu refugio en el infierno». Se va Marcelo del Madrid y se lleva una parte de nosotros. Una parte considerable, un buen trozo del corazón del madridismo millennial. Se va en la cumbre, levantando una Copa de Europa, como si su historia fuera un cuento.
Sus cifras, si se ponen una encima de otra, impresionan por el bulto, pero apenas nos dicen nada. Son sólo números. 545 partidos con el Madrid. 38 goles y 103 asistencias en 43 mil 229 minutos de juego. Cinco Copas de Europa, seis Ligas. Dos Copas del Rey. Cuatro Mundialitos. Seis Supercopas de España, tres de Europa. El futbolista que más títulos ha ganado con la camiseta blanca. El decimosegundo jugador con más partidos en la historia del club. Con cualquier otro, estas cifras servirían para decirlo todo. No con Marcelo. En cada una de esas cifras, Marcelo ha ensortijado una historia que nunca ya nos abandonará, porque forma parte de nosotros, de nuestra memoria sentimental. De la manera como vemos el mundo.
Para hablar de Marcelo hay que hablar de la memoria y de la propia identidad. De todo eso que convierte el fútbol en algo mucho más grande y relevante que un mero deporte, que una simple competición entre niñatos millonarios, como dicen los cretinos. Quien mejor describió jamás el fútbol fue Camus, para quien servía de maravilloso test con el que evaluar la personalidad de quienes lo rodeaban. Jugando al fútbol, uno revela la profundidad de su ser. El fútbol, Camus lo vio claro y eso que le tocó vivir todo el derrumbe de una época, es un camino de autoconocimiento, un orfismo. Jugando al fútbol uno es para sí mismo y es también con respecto a los demás. Para hablar de Marcelo hay que hablar de todo eso, pero también de quienes lo vimos todos estos años al otro lado de la cuarta pared. Hay que hablar, por ejemplo, de los dieciséis años transcurridos desde la Navidad gris del año 2006 y la primavera esplendorosa del año 2022. ¿Cuántas cosas pueden pasar en dieciséis años? ¿Cuánta vida cabe en dieciséis años?
Las cifras de Marcelo impresionan por el bulto, pero en cada una de ellas ensortija una historia que forma parte de la manera en cómo vemos el mundo
Cuando Marcelo llegó a Madrid nadie sabía quién era, ni de dónde venía. Puede que ni él mismo supiera qué estaba haciendo allí, en ese lugar que hasta entonces sólo había visto por la tele. Era un niño al que habían arrancado de una playa brasileña y soltado en medio de la Gran Vía sin que él supiera que la playa estaba debajo de los adoquines. La playa la llevaba él dentro. Una vez confesó que aterrizó en España pensando que iba a pasar una prueba. Cuando le pusieron por delante la pluma para firmar el contrato, creyó que era una broma. Le dijeron que tenía que comprarse un traje y él preguntó: ¿para qué? Apenas se trajo nada de Brasil, tan sólo su novia. Mijatovic se lo birló a Monchi en el último segundo cuando el Sevilla ya lo tenía apalabrado con el Flu. Costó muy poco porque venía al fondo de la cesta en la que lucían los niños de River y Boca, Higuaín y Gago, las auténticas perlas que hacían suspirar a la gente aquel invierno de 2006 a 2007.
Pasó aquellas Navidades en casa de Roberto Carlos, que entonces era el mejor lateral izquierdo de la Historia y que acababa de adelantar a Di Stéfano como el extranjero que más partidos había jugado con el Madrid. Hoy Marcelo los ha superado a los dos. Ha superado a Gento, a Cristiano, a Zidane, a Amancio, a Pirri. Ha superado a los mitos fundacionales y también a los modernos. Se ha impuesto intergeneracionalmente, se ha fundido con los pilares del estadio, su peluca seguirá estirándose hacia atrás, cortada por el viento mientras recula a la desesperada detrás de un extremo rival, aun después de que el Nuevo Bernabéu sea sólo una ruina maya arrasada por el fin de la civilización.
Marcelo ha superado a los mitos fundacionales y a los modernos; su peluca seguirá estirándose hacia atrás aun después de que el Nuevo Bernabéu sea sólo una ruina maya
Recuerdo su cara de asustado, su pelo cortado al rape, su primera rueda de prensa en portugués. Recuerdo su debut en La Coruña. Fue el último día de Ronaldo Nazario en el Madrid. Marcelo vino cuando se iban las leyendas del fútbol brasileño, los últimos campeones del mundo con la amarilla, los héroes de La Penta. Marcelo llegaba cuando desaparecía el antiguo orden, surgía entre las brumas de la incertidumbre, cuando en Barcelona estaban a punto de articular una bomba atómica llamada Messi. El equipo de Capello perdió 2-0 y siguió hundiéndose como lastrado a plomo en una ciénaga. Ese día Ramos jugó de pivote defensivo y ya muy al final Marcelo, que entró brincando sobre el césped de Riazor como si fuera una gacela estrenando la sabana, chutó a puerta desde el quinto pino en cuanto le cayó en los pies la primera pelota en el partido. Sus ojos, al regresar hacia su posición, me sorprendieron. Decían: no creáis que soy tan malo, voy a seguir intentándolo. Y me descubriréis.
Lo descubrimos. A Marcelo lo quiero tanto porque su aprendizaje en el Madrid fue un poco como el principio del camino de cualquiera de nosotros en la vida. Despidió al sargento de hierro Capello echándole una botella de agua por encima en la celebración de la mejor Liga de todas, la Liga número 30. Marcelo ya estaba allí, impregnándose del espíritu de la camiseta blanca, conociendo que la existencia, en el Real, tiene un sentido trascendental, religioso, inexplicable para los profanos, que sólo un iniciado en su misterio eleusino puede comprender. Marcelo entendió, a los seis meses de llegar, que el Madrid desdobla el curso lógico de los acontecimientos. Que el Madrid es una cuarta dimensión donde el espacio y el tiempo pierden su soberanía, una manera de derrotar a la muerte y de borrar las sombras de la oscuridad con un chorro de luz blanca y cálida que alumbra el camino como la luz del cigarro que veía, en la noche, Camarón de la Isla.
Marcelo se va levantando La Catorcena contra el Liverpool y eso tiene un valor simbólico que pone los pelos de punta. Recuerdo un mes de febrero de hace mucho tiempo. Era otra vida. Yo estaba en segundo de carrera, vivía en Sevilla. Un tipo que había hecho fortuna entrenando al Sevilla acababa de fichar por el Madrid para intentar remontar el vuelo de una temporada que presagiaba un desastre. Era el mes de febrero del año 2009. Marcelo llevaba tres años en el Madrid. Había ganado dos Ligas seguidas sin asentarse en el lateral izquierdo todavía. Era demasiado joven, demasiado bisoño.
Su espalda era una bahía por la que hacía windsurf con viento de Levante digno de Tarifa cualquier extremo rápido y habilidoso que lograse aprovechar la audacia inocente de ese chico brasileño tan talentoso como olvidadizo. Como lo trajeron a España con el cartel del nuevo Roberto Carlos, parecía querer ser digno de ese nombre desparramando su infinito caudal ofensivo por el balcón del área contraria, desentendiéndose de sus deberes en la zaga. Carecía de los más elementales conceptos defensivos porque Marcelo estaba en el mundo para cosas muy diferentes.
Su carrera en el Madrid ha contemplado la caída y resurrección de la institución más gloriosa de España: Marcelo es la Historia
Le costaba tanto aplicarse que el club fichó para su puesto a un mercenario de Jenofonte, Heinze, y a una superpromesa holandesa, Drenthe. Juande Ramos, desde que llegó, empezó a ponerlo más arriba, donde supuestamente sus virtudes caóticas, su fútbol anarquista y de fantasía, destacaría más. El sorteo emparejó al Madrid con el Liverpool de Rafa Benítez, Fernando Torres y Steven Gerrard, para el enfrentamiento de los octavos de final de la Copa de Europa, frontera que el Madrid llevaba sin rebasar desde el 2004.
Juande decidió que Marcelo jugara de volante, en el centro del campo, acostado a la banda izquierda, junto a Lass Diarra y a Fernando Gago. La cosa duró 45 minutos, aquello no funcionaba. El Madrid terminó perdiendo 0-1 y en la vuelta Marcelo se tragó el 4-0 con que en Anfield el Liverpool certificó la categoría de segunda que tenía el rey de Europa entonces en el gran fútbol internacional sustituyendo a Robben cuando todo estaba ya perdido. Un par de meses después, contra el Barcelona en el Bernabéu, Marcelo fue titular como extremo zurdo, persistiendo en la idea de Juande. El partido terminó 2-6. El Madrid estaba en el punto más bajo de su historia contemporánea.
Cinco años después, Marcelo veía empezar desde el banquillo el partido del que tanto había oído hablar desde que llegó a Madrid, del que había oído hablar obsesivamente como si fuese una letanía judía de anhelo y nostalgia por Jerusalén. La final por La Décima era contra el Atlético en Lisboa y él era suplente de Coentrao. En todos esos años Marcelo aprendió a canalizar su portentoso fútbol, europeizó su espalda y adquirió el ritmo de Europa. Su fútbol se desplegó desde sus botas como una Amazonia.
Era selvático, por lo desbordante y por la cualidad animista de su juego: podía transparentarse, atravesar las defensas más rocosas, podía esfumarse y aparecerse como un espíritu de la jungla en medio de los esquemas defensivos del contrario detonando bombas que lo hacían saltar todo por los aires. Verlo controlar un balón con su pie izquierdo vale más que la mitad del arte contemporáneo que se hace en el mundo desde 1960. Con Marcelo, el Madrid era como si atacara con cuatro o cinco más. Su dominio del esférico, como objeto físico, como trozo ovalada de materia, era propio del niño ensimismado que fue Garrincha. Pero seguía siendo irregular. Aún se precisaba para su puesto un lateral pretoriano, un guardia de corps.
Se tiró una hora viendo a su equipo perder, prometiéndose entre dientes que si Ancelotti lo metía en el campo él se dejaría «la barba, el pelo, el bigote», que era lo que decía su abuelo cuando él era pequeño y lo llevaba a entrenar en autobús. Él pudo llegar al Madrid porque su abuelo vendió su coche para pagarle el transporte todos los días y que llegara a entrenar con el Fluminense. Cruzaban Río soñando con Maracaná y Marcelinho, como lo llamaba él, Marcelinho de Río, siguió volando por encima de Maracaná. Voló hasta Europa, voló hasta posarse en el Bernabéu. En Lisboa, Ancelotti lo metió por fin y él cambió el partido. No dejó de ser titular en ninguna final más, hasta este año en que su presencia en el vestuario se ha parecido más a la del chamán de la tribu que a la de los guerreros.
Contra el Liverpool, en Kiev, confiesa que tuvo un ataque de pánico antes de empezar el partido. Sintió la presión en los pulmones, en los huesos. No pudo respirar hasta que no vio el balón rodando. Entonces, sencillamente, recordó que era sólo un niño para quien jugar tanto tiempo en el Madrid era, como él dice, no un honor, sino un cuento de hadas. A lo largo de todos estos años Marcelo ha encarnado la niñez alegre y sin enfado, jubilosa y pura como la felicidad espontánea que surge del momento pleno.
Su carrera en el Madrid ha contemplado la caída y resurrección de la institución más gloriosa de España, su proyección en el siglo XXI revalidando las proezas que la encumbraron en el XX. Sufrió como nosotros, lloró como nosotros. Amó los sueños que nosotros amamos. Hizo suyo el deseo que a nosotros nos movía. Compartió la alegría de nuestras vidas. Ganó y perdió con nosotros, semana a semana, sin faltar a una de las grandes noches. Aprendió en la derrota y cumpliendo con la vieja profecía, representó la excelencia en la victoria. Marcelo ha completado el círculo, el camino del héroe. De Marcelo no se podrá decir jamás que ya es historia, porque Marcelo es la Historia.