Es duro de digerir, sobre todo porque hace tiempo que no se hacía un terror tan contrastado: pero es de justicia admitir que quizá nos precipitáramos al hacer campaña por la candidatura de Hereditary (Ari Aster) a los Oscars de 2018. Tal vez fuera la fuerza de una arrolladora y tristemente sacrificada Toni Collette -nominada a Mejor Actriz de Reparto en 1999 por El Sexto Sentido– o esa inolvidable textura de horror mixto con trazas de serie B que facilitaran al espectador el tracto por una trama estratificada mucho más exigente, fundada en matices y retórica: un miedo sofisticado que levantó casi 80 millones de dólares de recaudación en todo el mundo, dos de ellos en España (cuarto mercado extranjero con mejor taquilla tras Reino Unido, México y Australia). Y aun así, insuficiente a la hora de pasar el corte. El merecido boom experimentado con Get Out (Jordan Peele) la pasada edición, obra de género nominada a cuatro categorías y ganadora en una no menor en absoluto (Mejor Guion Original), así como la reivindicación del fantástico en el éxito casi rotundo de La forma del agua (Guillermo del Toro) servían de referencia para posicionar Hereditary en la lista de alternativas potenciales de 2018.
Sin embargo, la película se ha descolgado en los últimos meses de las principales listas, diluyéndose en la crítica y percibiendo cómo la impactante Un lugar tranquilo le gana la carrera con nominaciones reiteradas en prácticamente cada uno de los premios importantes del último mes de año -incluyendo una a los Globos de Oro-, sirviéndose también del gran momento mediático de Emily Blunt, a quien Paramount ha promocionado como Mejor Actriz de Reparto para evitar que luche contra sí misma por su papel en El retorno de Mary Poppins, a priori con más opciones. Quizá este sea el giro lamarckista más revelador de cómo Hollywood entiende aún el cine de terror: y desde luego es la verdadera razón por la que una espontánea maravilla como Hereditary difícilmente alcanzará reconocimiento más allá del derrochado en reseñas. Como la ingenuidad tampoco hace prisioneros, se requiere un examen a conciencia del fenómeno. La película ganó peso como drama familiar, pretexto para ensalzar precisamente la rotunda interpretación de Toni Collette, invasiva y contagiosa, en el rol de una madre que pelea hasta donde puede y acaba deshaciéndose, presa de un mal mayor desbordado. Aunque los halagos de segunda unidad se repartieron con indiferencia, la protagonista llevó el principal peso de los pronósticos porque sus gritos anidan en tu oído y te persiguen, en el mejor de los casos, hasta varias horas después del visionado. El personaje de Colette sobrevive a la tragedia hasta que se funde con ella.
Esta experiencia narrativa, de una intensidad casi insoportable y desde luego imprescindible en la consideración global de Hereditary, se corresponde en todas las escenas con el mencionado terror inteligente que precede al inenarrable final. Ahora bien, ¿cómo aceptó Hereditary la responsabilidad de no despeñar su pesadilla troncal con un cierre tan alérgico a lo comercial? Desde luego nunca pareció una película pensada para impresionar a Hollywood y sí para marcar un hito en el cine de terror del siglo XXI, redundando en un subgénero, el demoniaco, raramente responsable -quizá no desde La semilla del diablo, o Carrie más recientemente si por encontrar una referencia no exacta – de lo inevitable y necesario en cierto mal y su progresión en nuestro mundo. Milly Shapiro, actriz en el papel de la malograda Charlie, dio la clave sin seguramente esperarlo al explicar en medios cómo Ari Aster eligió su chasquido, el leit motiv del mal en Hereditary, «una manera muy sutil de introducir una presencia sin que sea demasiado cursi (…) crea mucha paranoia en la audiencia».
Bien: la necesidad autoimpuesta de Ari Aster de humanizar la película, hacer creíble el sufrimiento de Toni Collette, presentar la tragedia sin trampas y encontrar un click -el chasquido- que no fuera cursi acabaron desembocando en rituales inmersivos que en muchas salas arruinaron el resultado final. Imitaciones cacareadas de ese mismo chasquido entre el público y carcajadas, risas liberadoras sin duda una vez superado el tramo de tensión (el imponente reír por no gritar con el que se despachaba el cine de terror de los 90 y el tibio found footage de la primera década de los 00) deslucieron la consideración del que se presagiaba un trabajo único. Esta forma tan poco convencional de trabajar el género para la Generación Blumhouse rompió en dos consecuencias inmediatas y abiertamente incompatibles: una, su franca admiración. Otra, inevitable, el desconcierto y quién sabe si no también la caída de adeptos, en diferido, que salieron del cine asustados pero enfadados aun sin decidir, bajo el peso de la impresión social, si habían visto la mejor película de terror de la década, cumbre intelectual del género, o sólo un sketch largo, conmemorativo del cine de posesiones. Una indefinición de la que el público, para nada unánime en su servicio al visionado, siempre es juez y parte.