Esto no es Hollywood, pero casi

Irene Montero

En lo que el devastado moralmente Ministerio de Igualdad estudia con cargo al contribuyente si las bromas o miradas constituyen acoso sexual, un número significativo de niñas y mujeres son asaltadas con cierta frecuencia por individuos que los grandes medios no suelen identificar a la primera. El caso de la menor violada y torturada de Igualada (Barcelona) no será el último, pero el principio de actualidad manda para recordar hasta qué punto las víctimas de violencia sexual explícita son muchas veces ninguneadas o discriminadas por quienes aparentemente administran una importante partida presupuestaria para prevenir y proteger. Que haya sido la familia de la propia menor la que diera permiso para que los medios publicaran con detalle el tipo de lesiones e intervenciones sufridas por la niña da una pista sobre cómo de desamparados se suelen sentir los individuos frente a esta administración desleal de las emergencias públicas, tan habitualmente hiperbolizadas para hacer política espectáculo desde el más bochornoso de los populismos reconocidos. Y conviene no olvidar que ningún principio moderno anula la reactividad del ser humano, sencillamente la aplaza.

Han sido tantas las ocasiones en la que los responsables políticos han pedido medida y precaución a la hora de tratar las agresiones sexuales -o directamente, no instrumentalizarlas– que no es difícil sospechar qué o quiénes se esconden tras este y otros casos. Tal es así que hasta la propia ministra de Igualdad tiene que sortear con comunicados fríos y retorcidos como este la nauseabunda realidad de la España que emerge como una profecía autocumplida, cuando en los últimos meses apenas han dolido prendas en denunciar hechos no probados respecto a la mal llamada violencia machista. Mientras ponen el dedo en la anécdota, las calles de muchas ciudades han dejado de ser seguras para las mujeres -y concretamente para las menores, un punto al que volveremos luego- y no precisamente porque falle la Educación, como por otro lado se intenta cifrar para desoír el importante problema demográfico y social derivado que empieza a resentir la paz social de nuestro país. Entre otras cosas, porque un porcentaje muy significativo de esos asaltantes están subvencionados por el Gobierno independientemente de si se ha calibrado su potencial criminal o su completa adaptación al medio que habitan.

Respecto a los menores, llama la atención que el alcalde de Igualada desoyera la denuncia oficial de inseguridad que el pueblo hizo bastante antes de que llegara la atrocidad. Negando la mayor en criminalidad y barbarie, el socialismo cocina unos números alejadísimos de la realidad que se respira en la calle, nada que nos pueda sorprender dada la desvergüenza con que administran esa misma técnica en lo demoscópico. Así lo vocea la última actualización del método para determinar la criminalidad, en la que se amplía la muestra de poblaciones -cada vez más pequeñas- para maquillar resultados. Irónicamente, no ocultan un aumento en las violaciones porque en muchos casos estos episodios sencillamente no se pueden enterrar, y puede ocurrir, como en esta ocasión, que la misma familia indique a los medios libertad para denunciarlas. Del papel de la prensa en su vigilancia y narración de esta anomia tocará hablar otro día, porque no es menor ni inocente.

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Como fuera, las palabras del alcalde de Igualada recuerdan a las del político de Més que ridiculizó en Baleares las primeras propuestas de investigación a los casos de abusos sexuales (explotación, técnicamente) a menores tuteladas («Esto no funciona como en Hollywood»). Cabe preguntarse por qué esa reticencia a depurar responsabilidades políticas respecto al brutalismo de a pie de calle, por qué el símbolo gana al hecho, por qué se asume como sociedad pretendidamente adulta y desarrollada que se puede violar impunemente a una niña sin que el pueblo o sus representantes sean unánimes en el asco y sin adversativas. La desnaturalización de la infancia y el margen que la izquierda opera para enfriar los casos más hoscos y susceptibles de alimentar la turba -y van varios este año- son dos tristes hitos en la política actual que precisamente más preocupada dice estar de los niños, las mujeres y los más vulnerables. La frontera con la brutalidad es más difusa que nunca, y lo peor es que no parece casual, sino una trama ideológica perfectamente estudiada. Cuando peor, ya lo sabemos, mejor.

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