Sostengo que Luis Enrique Martínez es el mejor seleccionador posible para España. O al menos, el seleccionador que España merece. La razón es muy sencilla: va a poner a toda una generación frente al espejo como parte del plan para aceptar la mediocridad sin prosa. Los nacidos a comienzos de siglo tenían ocho, diez años cuando España y el Barcelona aplastaban conservando el balón. Hoy ya son adultos -tardoadolescentes- cuyo despertar sexual llegó con la posesión y la horizontalidad. Tiene mucho que ver con el momento social por el que penamos, desorientados sin referentes de contragolpe, abandonados por la ausencia de alternativas a lo que eventualmente se conocía por dominio. La política social que nos abraza también nos mascotiza, romantiza la ansiedad y anula la disidencia. La posesión es el sinónimo del centrismo moderado: no son las ideas, es lo que haces con ella. Tenerlas, por sí mismo, no vale absolutamente nada.
Por eso Luis Enrique Martínez es el mejor seleccionador posible para España, por su capacidad para crispar, recordarnos que es el que manda y que en el mejor de los casos, periodistas y aficionados son agregados insignificantes a su trabajo. No quiere ni necesita agradar. Pertenece a esa nueva clase de profesional que puede despegar lo personal de lo político porque no tiene a nadie enfrente que se lo impida. Rubiales, que es quien manda sobre él, está perfectamente acomodado en ese rol. Ni una sola de las críticas al seleccionador rebota sobre el presidente de la federación que lo contrató y confía en él, porque el aficionado no encuentra por dónde canalizar su desconcierto. Y de la prensa, claro, cabe esperar menos aún. El presidente no necesita a los periodistas de su parte: con no tenerlos en contra es suficiente.
La alergia inexplicable que Luis Enrique siente por los convocables del Real Madrid, por ejemplo, es un fenómeno nuevo que necesita una explicación adulta y no socarrona. Hubo un tiempo no muy lejano en el que media selección era blanca (Nacho, Carvajal, Ramos, Asensio, Isco…) y parecía que en cualquier momento podría sonar el teléfono hasta de Mariano Díaz. Eso cambió, en parte porque ninguno está mejor que los que van. Pero se da la circunstancia, y así lo atestiguan los resultados, de que los que van en su lugar tampoco son notablemente mejores. La reciente convocatoria del canterano culé Gavi, sin minutos de calidad en la élite, destaca ese perfil koemaniano de técnico sin deudas y de honestidad discutible, pues es relativamente fácil devolverle las vagas versiones que ofrece sobre su plan.
Lo que sí hay que recordar es que España llegó a semifinales de la pasada Eurocopa con uno de los grupos más extraños, desiguales e inexpertos de su Historia. Lo hizo a trompicones, sobreviviendo a prórrogas y distrayendo con nuevas teorías futbolísticas de lo que verdaderamente importa: la versión descafeinada de la furia, encarnada ahora en jugadores que parecen ciclistas clonados, extremadamente delgados, portentos físicos, inagotables, barbilampiños, tímidos y educados. Y lo que es más importante aún: la ausencia casi total de debate adulto sobre la relación entre los jugadores, sus representantes, los clubes para los que juegan y la importancia de que España sea una sola de una vez, porque ni la prensa aprieta -por la cuenta que le trae- ni al aficionado le importa lo más mínimo lo que pase. El sueño de cualquier déspota.