En unas polémicas declaraciones y sin profundizar demasiado, Guardiola afirmó hace unos días que la Liga es el torneo más difícil e importante, por encima de la Champions. En boca de alguien que no la ha ganado nunca podría sonar a excusa, pero teniendo en cuenta que sólo Bob Paisley y Carlo Ancelotti tienen más Copas de Europa que Pep, la explicación hay que encontrarla en el tipo de entrenador que es. Guardiola, como Mourinho, Conte, Klopp o Simeone, busca crear equipos que funcionen como máquinas. Máquinas que se asientan en un modelo de juego definido más o menos complejo con patrones marcados y automatismos que se repiten hasta acabar formando una identidad colectiva a la que va sumando matices a lo largo de la temporada. Cuando se perfecciona todo el engranaje estos equipos alcanzan un tope mínimo del que no bajan incluso en dinámicas negativas. Tienen un ralentí muy alto. Es decir, son equipos que acaban haciendo bien muchas cosas siempre, sin depender directamente de la inspiración o de un estado de forma excepcional, porque tienen interiorizado llevar a cabo lo que toca sin pensar, como el que respira. Y el formato de competición de liga acaba beneficiando a estos equipos que funcionan como martillo pilón, porque ese mínimo tan alto permite ir sacando partidos ante rivales medios y notables a lo largo de la temporada. Por eso Guardiola ha ganado 7 ligas de 9 o Antonio Conte 4 de las últimas 5. Por eso Simeone ha llegado a mirar a la cara a Barcelona y Madrid a 38 partidos disponiendo de plantillas inferiores. Y por eso Messi se ha quedado con 7 de las últimas 10 Ligas. Porque Messi es el martillo pilón que se ha cargado todos los parámetros que pueden acercarse a explicar el fútbol.
La Champions está en la otra orilla. El diseño de este torneo permite al aspirante ser un equipo vulgar durante cinco o seis meses del curso (Chelsea 2011/12, Barcelona 2014/15, Madrid 2015/16, etc.), pero cuando llegan las eliminatorias no tolera nada. Cada cruce no son dos partidos independientes sino uno de 180 minutos divido en dos, en el que el segundo está condicionado absolutamente por el primero. El Madrid de baloncesto perdió el primer partido de la serie de cuartos de final de la Euroliga por 28 puntos ante Panathinaikos. El formato de serie al mejor de cinco le dio opción a olvidar el partido, aceptar que fue un traspié y demostrar que era mejor equipo que los griegos. La Champions nunca se lo hubiera permitido.
El impacto emocional de un gol en contra, una expulsión o un gol anulado puede ser devastador para cualquier equipo; la autoestima del Madrid apenas se deteriora en estas circunstancias
Las eliminatorias de Champions son la reducción del fútbol a su esencia más pura, esa que le hace tan confuso: no importa tanto la continuidad en el dominio como lo dañino que se sea cuando este sea tuyo y el grado de vulnerabilidad que uno tenga cuando este dominio pase a ser del rival. Esto ensalza como virtud decisiva la capacidad de absorber perturbaciones sin que el equipo deje de ser lo que en realidad es. Y es lo que le ha costado encontrar a los equipos de Guardiola desde que salió de Barcelona. El primer gol de Ramos en el Allianz en 2014 era un 0-3 dieciocho minutos después; un año más tarde el 1-0 de Messi en el minuto 77 acaba en un 3-0 final; el pasado curso el Mónaco le remonta un 1-0 en ocho minutos y poco después Falcao falla el penalti que suponía el 1-3. Hace unas semanas, el gol de Salah en el minuto 12 era un 3-0 en el minuto 31; sin olvidar la empanada inicial ante el Oporto en la ida de cuartos de 2015 cuando perdía 2-0 a los nueve minutos con dos errores infantiles, o cuando se dejó empatar un 0-2 en 12 minutos en Turín en una eliminatoria que el Bayern tenía sentenciada tras una exhibición y que acabó teniendo que ganar en la prórroga tres semanas después. Mientras el impacto emocional de un gol en contra, una expulsión o incluso un gol anulado –como el que desencadenó la expulsión de Guardiola en la vuelta ante el Liverpool– puede ser devastador para cualquier equipo, la autoestima del Madrid apenas se deteriora en estas circunstancias. Esa resiliencia inminente es una parte del carácter que es difícil de trabajar durante el año porque rara vez lo exige la Liga, donde los golpes nunca duelen tanto. Más que nada porque su formato de competición ofrece tiempo posterior para curarlos o anterior para prevenirlos.
Queda la sensación de que el Madrid en este lustro ya ha despellejado a todos los que un día pudieron hacerle sombra
El Madrid ha pasado por encima de aquella máxima que se venía cumpliendo de que las Champions las ganan los proyectos a medio plazo, aunque no tuviera por qué corresponderse la mejor temporada de dicho proyecto con la de la consecución del título. El Madrid se ha ido cargando el proceso natural de equipos que como Atlético o Juventus cumplieron todos los pasos para reinar en Europa, ha negado por tres veces una segunda Champions que acabara de dimensionar lo que han sido Robben y Ribéry en esta década para el Bayern, y ha impedido que los equipos fundados en el dinero aceleraran su crecimiento dándose una capa de grandeza para la que no habían hecho méritos en ese momento –Manchester City 2016, PSG 2018–, adueñándose así del destino de todos los aspirantes. De todos excepto del Barcelona, que ya se encarga de dinamitarse él solito. Decía la leyenda del póker Amarillo Slim que se puede esquilar a una oveja toda la vida, pero despellejarla sólo una vez. Y queda la sensación de que el Madrid en este lustro, y a la espera de cómo puedan reinventarse, ya ha despellejado a todas las que un día pudieron hacerle sombra.
Habrá que ver cómo se explica en el futuro que el ogro de Europa en este lustro e historia viva de la Champions sólo ganó una Liga de cinco y firmó 15 puntos de 57 posibles ante Barcelona y Atlético. Que Sergio Ramos dijera que «ganar la Champions tiene ese plus que equivale al doblete Liga-Copa o incluso más» es un mensaje peligroso que alimenta la sensación de que el Madrid no tiene interiorizado el fútbol como un oficio sino como un boxeador bohemio que se siente el mejor y que lo demuestra cuando quiere. Sólo combates por el título, sólo envites por la gloria. Y está claro que la Champions le ofrece el ring perfecto, pero es terreno resbaladizo por más que el Madrid siga sintiendo que levita. Esa sensación de control sobre esta competición incontrolable que tienen los jugadores blancos es una virtud magnífica que marca diferencias en competición. El problema podrá llegar si esas mismas sensaciones de suficiencia o de que la relación entre los torneos de Champions y Liga a la hora de competir es de jerarquía y no de competencia, se trasladan a directiva y cuerpo técnico a la hora de planificar la próxima temporada.