Como los resultados tienen razones que la razón no entiende, Luis Enrique se ha permitido en las fases positivas de esta temporada manejar de forma paralela dos discursos que chocan en la conveniencia de uno y la radicalización del otro. Mientras repetía a modo de eslogan que: ‘El estilo del Barcelona es innegociable’, defendía la realidad del fútbol de su equipo con aquello de que: ‘La posesión es un medio para lograr un fin. Ganar. Si el rival te deja espacios puedes llegar a gol con dos toques’. La aparente coherencia de la segunda reflexión trae una trampa que hace que el estilo sí se pueda negociar. Esta trampa es el grado de riesgo que se acepta tomar para llegar a gol en dos toques. Si se asume el peligro que conlleva perder el balón y por lo tanto el control de los tiempos del partido a la mínima opción de hacer llegar la bola a Messi o Neymar aunque sea en malas condiciones –confiando en que su calidad individual convertirá en ventaja la desventaja y que cuántos más balones les lleguen, más opciones habrá–, estaremos alejándonos de Guardiola, que prefiere renunciar a ese riesgo de pérdida y seguir encadenando pases –juntar al equipo, priorizar el control del partido– hasta encontrar el momento de acelerar el ataque mediante un pase al espacio, una combinación rápida o un desborde en uno contra uno propiciado por un aclarado. El ‘estilo Barcelona’ es aquella frase del gran Don Meyer: «Hemos de dejar pasar un tiro que tenemos opciones de meter para buscar un tiro que no podemos fallar». Y el Barcelona de Luis Enrique ni juega así ni busca jugar así.
Apoyarse en la calidad de los tres de arriba para justificar la renuncia al juego de posición o siquiera a desarrollar un plan versátil en salida de balón –que vaya más allá de la precisión de ter Stegen en el pase largo o de la dependencia del estado de forma de Messi o Neymar para progresar desde abajo a golpe de individualidad– que permita no tener que sufrir ante la presión alta más estándar del equipo más corriente, es un argumento que no tiene demasiado recorrido.
El pecado del Barcelona no ha sido apartarse de la idea de Cruyff sino no desarrollar y perfeccionar cualquier otra
Neutralizado el factor sorpresa del paso de Messi a la banda en la segunda mitad de la primera campaña de Luis Enrique, la temporada pasada se pudo comprobar que nada potencia más a los tres de arriba que hacer que el Barcelona juegue como el Barcelona. Que Guardiola también podría haber atajado para jugarse los partidos a los golpes con Messi, Eto’o y Henry, pero sabía que en la complejidad de lo colectivo había réditos más fiables y consistentes que en la simplificación de lo individual. El 0-4 en el Bernabéu con Messi aplaudiendo desde el banquillo mientras los culés escondían la pelota, icono de aquellos meses de fútbol hipnótico, pudo servir de estrella de Oriente que marcara el camino y mantuviera vivo el recuerdo en los peores momentos de inspiración de que ese fútbol es posible.
Tras el bajón de marzo de 2016 en cada partido no se buscó más allá de estirar la pereza un día más, estancando el crecimiento colectivo, sin dejar el mínimo rastro de un intento de reeducación técnica y táctica de los nuevos fichajes en pro de su adaptación al equipo, rezando para que no faltara ninguna pieza el día señalado –ese en el que la calidad del crack de turno puede no ser suficiente– porque no hay un rol que interpretar sino una pieza por improvisar, y ofreciendo a Messi la posibilidad de parecer no ya el mejor jugador del mundo, sino el mejor equipo del mundo. Y en este punto habrá que reparar seguro en un futuro, porque el día que llegue el declive de Messi habrá una corriente de opinión que, sabedora de que en el cerebro humano lo inmediato borra una vida entera, tenderá a suavizar las animaladas del argentino en el día a día de un equipo que no le da nada.
Está claro que el pecado del Barcelona no ha sido tanto apartarse de la idea de Cruyff como no haber conseguido desarrollar y perfeccionar cualquier otra. Pero que la Juve tuviera directrices en la salida de balón mejor trabajadas que el Barcelona, que cada jugador se supiera de memoria su misión en la presión –hacia donde orientar el juego del rival, cuándo saltar al hombre para que no gire, cuándo tapar línea de pase para ahogar al poseedor, qué hacer tras robo, etc.–, que sus dos primeros goles se forjaran desde atrás, encontrando al hombre libre o juntando rivales en un lado para descargar sobre la banda contraria, no dejan de ser conceptos que ponen al Barcelona frente al espejo ahora que le toca preguntarse qué quiere ser a partir de la próxima temporada.