En noviembre de 2010 algo se rompió en el madridismo conformista: el Barcelona de Guardiola protagonizó un partido de fútbol redondo y cruel, con retintín circulatorio y cinco goles, el último de ellos de su futbolista menos útil. Una noche imposible de tragar en un Madrid que remontaba la era Pellegrini y al que José Mourinho había preparado en la clandestinidad, sin otorgar más pistas que el silencio absoluto en las horas previas. Benzema era aún un adoquín; estaba Higuaín, el perro con el que el tubalense quería salir a cazar en Barcelona, pero que se bajó cojeando en el aeropuerto. Antes del 5-0, los Diarra, Lass y Mahamadou, fueron los pajes destinados a atender a los aficionados, muestra indirecta del hermetismo con el que Mourinho quiso tomarse la causa. El mismo día del partido nadie de la expedición regaló un sólo gesto, nadie arriesgó una salida a deshoras, nadie rompió el código no escrito. Bueno, casi nadie: Iker Casillas se dejó ver atendiendo un par de llamadas personales. Su figura recortaba, visible desde el vestíbulo del hotel, la cristalera de una sala privada en la que permaneció algo más de diez minutos. Esa noche cambió todo. El resultado, las formas, el festín de chistes y peinetas en la grada del Camp Nou replanteó todo lo que Mourinho quería del Madrid, empezando por la presencia de periodistas en los viajes del equipo. La prensa fue fulminada. Es curioso: mientras Chus Galán exigía poder grabar las caras de los jugadores -algo que el club negó tajantemente:, negando al público el aplastante abatimiento de los hombres-, un tal Diego Torres cenaba cómodamente, empequeñecido en su asiento, lanzando miradas nostálgicas por la ventanilla, garabateando cosas. El Madrid de Mourinho, y prácticamente el mourinhismo, nacieron el 29 de noviembre de 2010. Cuando Casillas, a quien el técnico acabó sentando mucho después con sobradas razones deportivas -decisión con continuidad y excelentes resultados en la primera temporada de su sucesor, Carlo Ancelotti-, habla a Valdano de «ese madridismo que nunca me ha gustado», habla fundamentalmente del madridismo que agachó la cabeza en el 5-0 y luego soñó algún tipo de venganza, a poder ser deportiva, al lado de su entrenador. Funcionó: esa misma temporada fue la consecución de una Copa del Rey esmerada y de planteamiento táctico impecable, ganada en la prórroga como una imposición del sufrimiento. La alineación entre grada y técnico no volvió a ser tan intensa y sincera hasta la llegada de Zidane, discutido desde el primer minuto. El guardiolismo llegó a tambalearse en lo ideológico, porque en lo deportivo, aunque ya costaba sangre, seguía sumando. Durante el famoso carrusel de Clásicos en los que todo fueron problemas, Casillas hizo más por unir dos bandos sin interés en la concordia que por estar del lado de los suyos. Al Barcelona de Guardiola no le interesó nunca el ser piadoso con el adversario: así es su naturaleza, de un peso todavía más infame teniendo en cuenta la elegancia con la que la hace cuajar. Y así pasará a la historia. Casillas rehúsa de un madridismo que se negaba a aceptar la mediocridad, y cuya razón iba mucho más allá de la futbolística: por supuesto que era personal. Meses después terminarían la todavía mejor Liga de siempre. Con Mourinho. Cercano a la prensa, a la que usó deliberadamente para activar la rampa de salida -como él mismo reconoce: «en aquel momento opté por estar callado»– del entrenador, Casillas defendía el madridismo opaco funcionarial. Un tipo de madridismo que siempre amenaza con volver a cada empate, pero por suerte minoritario. El madridismo, para entendernos, de Xavi Hernández.