La causa de Ramón Espinar, y en concreto del partido que representa en el Senado y del delirio troncal por el que dicen hablar, es ya una causa perdida y amarga. Y, como han recalcado en su desconcierto los valedores infatigables del turno de preguntas -secretario general incluido- ni siquiera en este caso se trata de un tibio asunto ilegal paso por paso. La concesión a dedo de una vivienda de protección oficial en 2010 a un estudiante de 23 años sin trabajo podía pasar. Pasaba tan a menudo, de hecho, que está contemplada como una de las causas, no necesariamente en esos términos, del sangriento estallido del escaparate inmobiliario y de sus inenarrables consecuencias, en lo público, sobre toda una generación castigada por la desinformación y la codicia, propia y ajena. Su posterior venta, sin haber habitado en ella y por un precio superior, tan sólo nueve meses después de su compra y en plena época de cinturones y cuchillos largos, puede pasar también y en esa inteligencia primaria humana se mueven los que por relativizar, han relativizado hasta asesinatos. Ramón Espinar especuló. Claro que especuló. Y como tantos otros, sí. Los tantos otros a los que aludió Pablo Echenique cuando descubrieron que pagaba en negro a un asistente. Esos son los tantos otros a los que Podemos dirigía antes su voto, en los comienzos, cuando la leyenda de la renta básica, del refugees welcome o del stop desahucios. Tal es su ardiente paradoja, que sobre el asunto Ramón Espinar se ha dejado de cuestionar si hizo o no bien con la ley por delante para empezar a cuestionarse, parece que por fin en serio, si es o no normal, razonable o provechoso el hacer política para la gente sin haber sido gente nunca. O, si se quiere, moral en vez de normal.
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No hacía tanto que las decisiones de los políticos menos austeros debían estar cimentadas en lo moral. Las huestes del cambio propugnaban no sólo una ejemplaridad altisonante, sino también un ideal construido únicamente sobre la repulsa, el odio, la reacción. Recordemos que la risueña y para nada espontánea jarana del 15-M, todavía durante la segunda legislatura de Zapatero, era al comienzo un movimiento heterogéneo de gente enfadada, sin líderes ni voces más altas que otras, hasta que se formalizó en algo más que eslóganes callejeros. Aquella fue la vía rápida y efectiva de llegar a muchas casas, valiéndose de la propaganda blanca más en crudo, pretendiendo y logrando hacer sentir a la gente parte de un todo ahogado; pero ya entonces se renunció a su utopiquísima naturaleza para apuntar a un público concreto, con derecho a voto, al que aludir. Una vez tensadas estas cuerdas estaba claro que para ser tomado en cuenta como un partido de verdad, Podemos tendría que obrar como un partido de verdad. No en lo estético, sino en lo ético. Aceptaron las cartas que les repartieron los medios con sus primeras coberturas amables -muchas de las cuales hoy se mantienen, algunas de ellas incluso a cuento de pisotear con alma redentora un periodismo que hiperventila con cada meme- y sin embargo ante cada acusación o direte todavía salen enfadados y se inventan patochadas como lo de la máquina del fango. Una máquina del fango de la que se sirvieron, en fin, para alargar su cuento y, en el mejor de los casos, vivir de él. Es de recibo, pues, que a sus egos y estrellas quepa afearles o sacudirles con tropiezos del pasado, en contexto o no, pues es a lo que en definitiva han jugado ellos desde el minuto uno. Un ataque irracional a lo que se movía lento por el pasillo por el que no podían avanzar en busca no de ser la voz de nadie, sino de tener un espejo ante el que repetirse cada mañana lo guapos y lo justos que son.
Bien, un simple vistazo al cambio denota que El Cambio era humo. Espinar no es sino la portada de esta lograda y casi completa reconversión del modelo de partido al modelo de las personas que lo integran y hablan por él en las instituciones. La farsa habitual. Espinar, que clamaba en marzo de 2012 estar «hasta las pelotas» de su «precariedad y de la abundancia de los ricos», ya había pagado más dinero a los 23 del que muy pocos españoles sin suerte de su quinta -y posteriores- verán junto hasta pasadas unas décadas. Quizá nunca. Era plenamente consciente, salvo que escribiera sonámbulo, de que mentía. Mentía a los que primero eran sus seguidores y enseguida sus votantes. Instigaba esa recreativa del barro que conduce el rentable populismo de escalera de caracol y se presentaba a sí mismo, como tantos compañeros acomodados de su partido o lo que quiera que sea ya esa batalla de apellidos, posados y traiciones, como otro sufridor: uno elegido, al fin y al cabo. No conviene olvidar que la mayoría son todavía jóvenes: gente a la que los medios ha dado portadas, editoriales, especiales, micrófonos y mucho dinero a una edad temprana. Y, si no fuera porque todavía concurren a comicios y por tanto son una opción a elegir, podrían administrar su fama como quisieran: pero son esos dejes de nuevo rico, soslayando las explicaciones, negando lo innegable, arrojando las falacias a los mensajeros (o los pianistas de turno) mientras les airean la mierda, los que están estrangulándoles justo ante muchos de sus propios. Y no será ilegal -no al menos, repito, en todo su conjunto descifrado-, pero es de un inmoral que debería bastar para tumbar al menos, como parece que está siendo, la patraña efectista con la que se presentaron al mundo falseando la voz de un pueblo ya listo para cortarles las gomas de la careta. Ya no son hijos de obreros y brujas sino de la barbarie más repudiada por el más mediano de los ciudadanos. Disfruten lo votado.