Con frecuencia, la mujer combate la soledad y el constructo social que percibe que la aísla dejándose embaucar por degenerados. Otras veces, en posesión de su dignidad, se arrogan el derecho a decidir y deciden. Sally Hawkins, una intérprete única de su existencia, copia intensa del prototipo Amélie, es en ‘The shape of water’ (‘La forma del agua’ en español) un turbio mitad y mitad. La película partía de outsider pese a la dirección de Guillermo del Toro -creador respetado, en parte por su mano rebelde y en parte por su talento para dulcificar, en mundos surreales, la bacanal de tristeza humana-, pero siete meses después de presentarse ha cautivado sin apenas condiciones y en consecuencia ha detonado los pronósticos para los Oscars 2018, gala a la que se presentará con trece nominaciones, rozando el récord compartido de catorce que en la anterior exhibió, para frustración final, la espléndida ‘La La Land’. Sin ser una película especialmente bonita ni llevar a cabo un guion especialmente nuevo o rompedor, ‘The shape of water’ ha logrado, en cambio, que se escriban sobre ella cosas como esta de Jessica Kiang en The Playlist: «Es una película que te hace sentir mucho (…) sobre todo afortunada de estar viéndola». Como si el romanticismo fuera tabú, como si hubieran acotado la especialidad rebelde del amor a los libros de texto en secundaria, como si Guillermo del Toro no empleara en esta película las fórmulas consideradas y abiertas en cientos de creaciones anteriores. Pero, insisto: con Sally Hawkins, una actriz desmedida en este contexto, que sería clara favorita en su categoría de no ser por el potente trabajo de Frances McDormand en ‘Three billboards outside Ebbing, Missouri’.
Hawkins hace de Elisa Esposito, una chica de los recados en un laboratorio donde Estados Unidos y Rusia se miden la capacidad de encontrar cosas fuera del mundo que no se atreven a dinamitar. Al público le debe haber llegado la pulsión fabuladora del encuentro con el monstruo debido, pero seguro que también este guiño a la historia, que es muy Casablanca: el mundo se derrumba y nosotros nos enamoramos. A Elisa la acompaña la normal Octavia Spencer, ya una habitual de la comedia gris estadounidense y a quien le ha caído como llovido del cielo una nominación como mejor actriz de reparto, puede que para respetar el cupo y evitar que surgiera un hashtag que este año hiciera sombra al #MeToo. Esta película, por cierto, es puro empoderamiento femenino, que sin duda es otro punto a su favor mediático: la protagonista, curiosa, llega a una extraña incorporación del laboratorio que acaba enamorándola, una suerte de habitante acuático a quien sus custodios, Michael Shannon a la cabeza, contienen y torturan. Lejos de replegarse, lucha a brazo partido por su amor imposible y le termina saliendo lo mejor que puede salirle el empecinamiento a un enamorado subversivo: existen otros mundos lejos de este, que es frío y bulle atosigado por la necedad de las reglas, tan tristemente suyo que no recuerda su procedencia volcánica. Elisa, aunque muda, es fogosa. El detalle de su condición -no es discapacitada porque se hace entender perfectamente- es otro truco del director para engatusar. Con todo en contra, Sally Hawkins persigue lo que anhela hasta que lo hace realidad, parece que pese a todo y pese a todos.
Hay otra lectura de la historia. Arrinconada por la soledad y el desamparo, con el apoyo intermitente de un amigo homosexual (Richard Jenkins, nominado a mejor actor de reparto) que mide sus escarceos al milímetro -y a quien Guillermo del Toro le reserva un impagable momento de la película, cuando por fin se atreve a ser también un militante de la felicidad-, Sally Hawkins termina refugiándose en una sombra de lo que desea. Es atrapada por la proyección de lo que ella interpreta que es su destino, y al final termina mudándose a un lugar todavía más alejado de lo convencional, sublevándose contra su trabajo pero renunciando nada menos que a su humanidad a cambio de irse con el monstruo correcto. Es verdad que es una decisión única que no consulta con nadie, porque Elisa es dueña de su vida: también es cierto que al coprotagonista, que es una criatura de temperatura variable, no le hace siquiera falta hablar para convencerla. Elisa está acompañada, pero sola, muy sola. Y esta película, la que se describe en algunos medios como «exquisita fábula» o «arrebatador romance», no cuenta más que el deterioro de la condición. Tan importante es dejarse llevar que hasta el infiltrado de la URSS apoya la causa, otro guiño novelero. Lo triste de ‘The shape of water’ es que estas líneas, aunque no lo parezca, las hemos leído -y visto- muchas veces, tantas que el mensaje ha diluido su significado. De lo más obvio (tipo ‘Romeo y Julieta’), a lo más adaptado, que pudiera ser ‘La bella y la bestia’ pasando por trabajos como la enterrada ‘Splash’ en la que Tom Hanks se enamora de una sirena con el cuerpo y el rostro de Daryl Hannah. Esto fue en 1984. La película, por cierto, también fue nominada a mejor guión original y termina igual. Hollywood vuelve a recompensar la sensibilidad como si ya estuviéramos todos de acuerdo en lo mal que amamos.