La gracia agonizaba en Vallecas, un estadio frío y viejo a medio demoler soportado únicamente por su uniforme masa social de ciudadela, cuando Luis Suárez fue al suelo por instinto a encajar el último balón en otra victoria culé por empecinamiento. Cuando empezó la temporada recortando hosco el horizonte con su figura, nadie adivinaba que calcaría el rendimiento inicial de sus mejores años: lleva tantos goles a esta altura de ejercicio como cuando deterioraba área rival apoyándose en Messi y Neymar. En la MSN, Suárez fue la sangre que no corría por Messi y la dignidad que escapa y escapará siempre a Neymar. El primer imprescindible. En un robo, el nueve que convierte sería como el tipo que espera fuera del banco con el coche en marcha: ha estudiado el tráfico, el agarre del asfalto, los giros en calles paralelas, repasado con el dedo cada surco de cada neumático la noche antes. A la hora de la verdad, al que ha tramado cerebralmente el plan y al penúltimo ejecutor deben acompañarle, por imperativo narrativo, alguien que sepa lo que hace cuando todo pesa más que nunca. No siempre fue así: el mismo Suárez llegó al Barcelona cruzado por su expulsión en el Mundial de Brasil, no debutó hasta octubre y tuvo que esperar aún más a conectar con una grada alineada con su proceso de reinserción, que le perdonó ocasiones al limbo y partidos para olvidar. Por su morfología, Suárez siempre parece pedir tiempo al comienzo de cada temporada: reinicia en junio y vuelve en julio como desorientado, exigido a seguir siendo el mismo siendo la circunstancia del delantero, ya se sabe porque se encargan ellos mismos de recordarlo cuando las cosas no van bien, sensible y azarosa. Aunque mientras Messi siga en activo colgando balones al pie, interpretando desmarques que en otro equipo serían carreritas de cara a la galería de la afición, el riesgo de asomarse al abismo natural de los goleadores se verá drásticamente suavizado.
En todo caso, la circunstancia de Suárez, su imponente arrojo, lo precipitan a la constancia independientemente de quiénes trabajen para él. Cuando se da la vuelta, se ve lo mismo: un veterano enrojecido con el coche en marcha para escapar y rematar el plan. Otras veces el trabajo lo tiene que afrontar en solitario, y pisa a los rivales, amedrenta con impunidad a los árbitros, bracea sin control en busca de una mandíbula en la que descargar fortuitamente su terapia: se busca, en definitiva, la vida. Si no fuera tan prolífico en su tarea, con todo ese editorialismo entregado, sería aún más difícil de justificar esta forma atávica y alegal de comprender la competición. Menos ahora que la tecnología ha prometido vigilancia y justicia. Suárez buscó ayuda profesional cuando, con millones de cámaras velando por la seguridad de millones de espectadores, recayó en el ataque, dientes mediante, a un rival. Casi cuarenta encuentros ha perdido en su carrera por morder, insultar o agredir: una carga que le ha llevado horas de conversación soportar. Inglaterra representó su via crucis moral para él porque allí no necesitan exculpar la contaminación. Y este es el resultado de la laxitud en España, como en los malos experimentos inclusivos: un reincidente insólito, un demoledor nueve de método poco esmerado y definición con metralla, la garantía competitiva de un Barcelona ordinario al que sigue pagando la confianza en el momento más oscuro de su vida. Un hombre incómodo al que cobrar y con el que negociar, que devuelve el eco quedo del culé de testosterona que ve proyectada en el uruguayo toda la zozobra de su rutina azarosa. El siniestro e incontestable, en definitiva, villano de la vergüenza, propia y ajena, del fútbol.