Igual que cada edad tiene una forma de odiar, también tiene una manera particular de amar. Esta, que es una lección muy obvia que se aprende y se olvida con indistinta dificultad, tiene en el cepillo de dientes un órgano de conexión medular. Es lo primero que entra en territorio compartido y muchas veces también lo primero que sale, como una espina de plástico con detalles antiplaca, la pica de conquista de un espacio. El cepillo de dientes genera instantáneamente la esperanza en un proyecto, y la maleabilidad de su naturaleza como objeto consagrado al compromiso es inequívoca. Cuando uno elige trasladar su cepillo de dientes también está diciendo “sí, quiero”, aunque los fastos no lleguen ni participen de esos rituales semipaganos con los que hoy se adornan los convenios adquiridos ante fuerzas superiores a las que podemos fallar a placer. Inundar el espacio también es empezar a horadarlo, dicho sea de paso, y es en las palabras y no tanto en los objetos donde la degradación del deseo y la refracción del pálpito inicia su decadencia natural y frankfurtiana. Hay una expresión al uso que constata ese hábito de amor desechable, tinderiano, que es el “y yo a ti”. En lo que consideraríamos una pareja canónica, esto es, la unión entre dos personas, uno siempre prefiere responder. Se perpetúa en el “y yo a ti” como muestra de esa certeza asimilada y anodina, esa forma de amar tan artificial y extraña, funcionarial, como si se lavara uno los dientes con las palabras, enjuagándose la boca con formalismos y vaguedades que desprecian el amor como constante en suspensión. Una variante de la respuesta puede ser enriquecida con la expresión origen, del estilo: “yo también te quiero”. Y ese “también” es igualmente tramposo, porque de nuevo denota costumbre, indiferencia, laxitud. Uno empieza a morir en los “también”, aunque lo único que realmente delinea el final es la última vez que escuchas o lees “y yo a ti”. En ese último “y yo a ti” , particularmente cuando no sospechas que es el último, reposa un remanso de paz, o de guerra por iniciar, un estertor que dura medio segundo antes de recoger tu cepillo de dientes y devolverlo al solitario lugar que ocupaba antes de todo, en el génesis de esa ilusión que pasará a la historia como tal, una sinopsis de tragedia pompeyana en miniatura.