¿Qué ha fallado en el Real Madrid de Julen Lopetegui? Lo primero, que su horrible marcha ha resultado servir de alivio ideológico para todos, salvo para los incondicionales que cruzan sin mirar a los lados. Ganan los agoreros, los pesimistas, los revanchistas, el periodismo deportivo en general y la administración del fútbol. Si su desdicha aglomera tanta maldad es porque su cuenta nació endeudada, con mucha gente esperando, sin otro oficio, a recoger los restos. Este no es un condicionante real, porque se le supone a las grandes aventuras, pero pesa como ninguno. Lopetegui, como Rafa Benítez, lloró en su presentación: el Madrid es grande, pero para muchos es gigante, un peso que se tolera más por lo espiritual que por lo físico. La oportunidad de toda una vida, algo en lo que dejarse la salud y por lo que conviene decirse agradecidos públicamente de forma permanente, o al menos hasta que cunda el desencanto vertical. Una cuestión que justifica la pérdida de sueño y bloquea el cajón racional de la derrota. Tras perder ante el Levante en el Bernabéu, Lopetegui dijo creer más que nunca en su equipo. Esta jerga de líder blando o traicionado siempre evoca el mismo aroma a rendición. En los minutos inmediatamente posteriores se sucedieron publicaciones, de gente siempre bien colocada pero no siempre bien informada, que le ajustaban el despacho y hasta vaticinaban sustitutos de otoño. Ni es casual ni fortuito: el Real Madrid de Lopetegui ha durado menos que el de Benítez, a quien lo enterró la autocensura y la racanería. En el de Julen se desató un éxtasis anodino como siempre hiperbolizado por algún resultado favorable con buena presencia, pero sobre todo una caída vertiginosa que amenaza con colapsar como es costumbre moderna las opciones competitivas de un equipo que por desgracia tiene que ganarlo todo. Cómo será esta exigencia, que ni en la calle ni en el campo ni en las oficinas vale sólo con encadenar Champions. Algo que es imposible soportar con naturalidad sin que a medio plazo -o antes, como con Lopetegui- restallen los muchos defectos y las notorias debilidades de un proyecto lejos de su consolidación, con más apuestas que firmezas y más esperanza que trabajo. Cinco partidos sin ganar en cualquier lado del mundo son un mal mes: en el Real Madrid un partido que no se gana es siempre algo más, pues ahí han estado los acostumbrados genio y tesón -o Cristiano- para desvencijar las dudas. Cuando ni siquiera aparece lo fortuito, como ha ocurrido en este Madrid de cien tiros a puerta a cambio de nada, el vínculo con el mundo real acaba por diluirse sin que además nadie parezca dispuesto a esperar, llevándose consigo el verano y tantas horas de tertulia acalorada. El madridismo se contagia enseguida de esta febrícula, contribuyendo al rumor como parte directamente interesada en que las cosas vayan mejor. Muchos madridistas exigentes son, sin saberlo, agentes dobles. La cuestión es que entre pedirle cincuenta goles a Mariano Díaz y el ímpetu autodestructivo cuando no llegan existe, porque algunos lo han pisado, un lugar frío de equilibrio, viciado por los humos densos y los miedos interiores, que ni Lopetegui ni otros tantos en la historia, atrapados por la vibrción del núcleo del Bernabéu, han podido alcanzar.