La temporada 2018-2019 ha sido la primera y única hasta la fecha de João Félix en la élite (debutó con el primer equipo del Benfica en agosto: no ha cumplido ni un año al máximo nivel), pero lo enseñado en este breve tiempo ha bastado para que todo un Atlético de Madrid dispusiera negociar ampliamente los términos con su club y su representante, Jorge Mendes, y colocarlo al frente del ambicioso proyecto sin Griezmann, Godín o Rodrigo. No sólo eso: João Félix es, con mucho, el fichaje más caro de la historia del propio Atlético, de LaLiga y uno de los cinco mayores traspasos realizados nunca en el fútbol. Cualquiera diría que esto contraviene sustancialmente la política de fichajes y sensibilidad social de un equipo al que Simeone ha mantenido siempre en los límites de la prudencia, cuando no de flaqueza y fatalidad, de no ser porque en todos estos años ha quedado bastante claro que la del Cholo es una táctica, tan legítima como cualquiera, de mantener al público en sus cabales y a la directiva de su lado. Lo que en el argot de la calle se llama demagogia. Justo el verano pasado el argentino lamentaba que no pudieran gastar «150 millones en un jugador», y no mentía. João Félix se quedará en algo más de 127 (más sueldo, una variable más en los balances), contando traspaso, derechos de formación al Oporto -que lo liberó por endeble- y por supuesto la comisión acordada con Mendes, representante que ha salido de la lista negra de la prensa tan pronto ha dejado de rematar negocios con el Real Madrid. Tal es la magnitud del fichaje, su innegociable circunstancia (jugador con menos de cincuenta partidos en la máxima categoría del fútbol internacional y 19 años recién cumplidos) y sobre todo la expectativa depositada en que directamente se haga cargo del Atlético desde el primer día, que ha vuelto a nacer el debate sobre la burbuja del fútbol y el precio -que no valor- de los activos que construyen este deporte. Pero con una salvedad: lo que antes era descabellado ahora, bueno, hay que ponerlo en contexto.
En torno al gasto en el mundo del fútbol se ha intentado siempre, aunque con suerte dispar, una pedagogía que sólo el forofismo puede amenazar. Basta con interiorizar una norma básica: un jugador vale lo que el comprador esté dispuesto a pagar por él si el vendedor no necesita vender. Es decir, el valor de un futbolista lo determina únicamente la necesidad del club comprador de llevarlo a su proyecto, y que sea caro o barato no pasa más de que de la mera opinión, pues estos calificativos se otorgarán a posteriori -y también sujetos a interpretación- en función de resultados con los que se pueda acreditar la apuesta. Sí existen fichajes de mayor o menor riesgo, pero como en cualquier otra operación financiera, el riesgo es un constituyente más que un excluyente. Todo esto se han empeñado en mostrarlo así, en la época de los porteros y los centrales de ochenta millones, quienes años atrás no toleraban reinados económicos -ni siquiera deportivos- concretos. En España el dinero ha sido y será el más solvente de los tabúes, y si tenerlo genera desconfianza y cierto rechazo, exhibirlo y gastarlo puede ser asumido directamente como una ofensa. En los años que el Real Madrid lideraba las listas de inversiones de verano, era común oír hablar, incluso a gente muy alejada del fútbol, de comedores sociales, gasto público, EREs, país a la deriva o políticas imperialistas y prepotentes. Por entonces no estaba tan arraigada esta enseñanza sobre cómo distribuyen las empresas sus recursos en función de sus necesidades, algo que Atlético y especialmente FC Barcelona han tenido que explicar pacientemente a través de sus periodistas de cámara para que cuajara en la masa una sensación atenuada de normalidad. En el mercado actual ya se derrocha mientras el mundo se muere de hambre: ahora han tomado la palabra la ingeniería financiera y las maniobras de previsión, complementos que únicamente ponen de manifiesto la flagrante hipocresía global.
Cuando Kylian Mbappé cambió el AS Monaco por el PSG con 18 años, el acercamiento del Real Madrid a un fichaje que hubiera rondado los 180 millones (cantidad solventada luego gracias al dinero qatarí en París) amenazaba no sólo con tensar hasta el infinito la cuerda de la convivencia interna del club, sino también la del propio fútbol pese a que ese mismo año el PSG ya había cambiado para siempre las reglas del juego pagando los 222 millones de la cláusula de Neymar Jr (hasta el momento, una de las operaciones más ruinosas deportiva y económicamente de la historia). Durante todos estos años que el Real Madrid ha enlazado Champions, Supercopas y Mundiales de Clubes invirtiendo en talento joven, equipos de la Premier en descenso han gastado entre treinta y cuarenta millones en delanteros que no se tenían en pie. Sea por proximidad geográfica, por interacción con un sesgo cognitivo o por suspicacia tribal, el fichaje de João Félix por el Atlético no ha despertado tanta controversia, ni siquiera por su letra pequeña. También puede ser que el caos formal y la decadencia humana que sigue a la nostalgia hayan desgarrado la altura del debate. Pero por encima de cualquier consideración, es de notable interés que el papel que juegan los medios siga situándose tan oportunamente en los límites de la noticia, de modo que con la firma de João Félix sólo se habla de plazos aplazados (cómodos plazos: las dos palabras que arruinaron España hace una década) y cuotas razonables en lugar de comisiones (palabra indisoluble ya a la corrupción) o sobre todo, variables -o pluses- que es la treta inflacionista más en forma del mercado. João Félix ha enseñado en su único año en la élite cosas de futbolista elegido: una frialdad atípica en un jugador de su edad, un magnetismo innato, presencia e inteligencia espacial tan elaboradas que son imposibles de relacionar con un novato, y también lo obvio: control de balón, olfato, asociación, determinación. Esta última es la causa que significará su carrera, además de los 127 millones de su fichaje, ya definitivamente una inversión correcta y meritoria.