A partir de una edad, la soledad es metralla de difusión teledirigida. Pese a todo, ciertas apetencias nos abocan a la revisión de la experiencia. Como hay tantas separaciones como individuos, y tantas versiones como horas tiene cada día a horcajadas, la evolución natural del soltero adulto va modulando un lenguaje muy particular cuyos detalles se esconden a la luz del día en las interacciones erráticas, los duelos a medias y la casuística atropellada. Los solteros adultos sin más responsabilidad que ellos mismos son hasta cierto punto divertidos. La cosa cambia significativamente cuando hay responsabilidades compartidas, versiones más pequeñas de unos y de otros, reivindicando su existencia en semanas alternas. Ese lenguaje adquiere entonces un poder simbólico finísimo, de texturas aceradas, perfeccionando una letanía de prosodia que escapa a la censura. Los enigmas, por ejemplo, se resuelven con metáforas.
El intercambio entre separados, en función de la naturaleza de su incompleta obra, oscila entre esos misterios de alcance medido y la incitación a lo desconocido. No puede permitirse un paso en falso. Florece un ritmo pausado, quedo, prudente. Si la conversación asciende, asciende la confianza en las posibilidades de que exista también una coincidencia. Perseguir la coincidencia es elegir estrellarse. No hay otra, el tiempo corre en especial contra quienes van estrechando sus márgenes en existencias condicionadas por terceros. Vuelan los impersonales. Se consolida un credo de espejos deformes: los otros progenitores se mencionan con frialdad y desinterés, son sombras. El separado deshumaniza todo rastro de afecto o romanticismo anterior a ese nuevo mundo por colonizar en el locus amoenus de la puerta del colegio, el parque de bolas o la caja tres del AhorraMás. Siente, con anormal optimismo probabilístico, que aún existir algo ahí fuera, y aunque no lo busca activamente permanece atento a las señales, más o menos refinadas, que capta. El truco es huir de las señales obvias, lógicamente.
El separado sabe que sus opciones se ven drásticamente reducidas en los entornos que frecuenta: sólo puede participar de ese juego de destellos de ventana a ventana, y esperar como esperan algunas especies abisales a que algo ahí fuera capte esa hambrienta energía. Por evitarse también el derroche de ídem y consiguiente desequilibrio calórico. Los separados son omnívoros a tiempo parcial, mínimamente aseados en lo ético y de moral llamativamente comprometida con lo bello y pasajero, hasta que emerge una casualidad. Luego acontece cierta magia. Todo adquiere un color de química improbable, se abre el cielo. Se despeja el cúmulo y se precipita un torrente de camaradería y cierta ilusión criptocínica.
Porque no estamos solos. La coincidencia en esa condición es lo más cercano a encontrar vida en Marte tras décadas imaginando ovnis en cada luz mínimamente titilante. Cuando el separado conecta, y lo hace a través de ese lenguaje tan especial, ilegible para la rutina funcionarial del matrimonio por conveniencia, ya lleva musculada la gallardía del carácter unívoco de la existencia, que es la frustración. Comprende enseguida algo decisivo: que hay que dar cada beso como si fuera el primero y enviar a los soldados a morir a la baja espalda como si fuera el último desembarco. Fragmentando el sonado verbatim -si vis pacem para bellum-, una vez adquirida esa destreza, la paz pasa de utopía a condición. Ahí nos encontraremos todos, entre olivos símbolos de la resistencia imperecedera, al final: así que es mejor ir cogiendo sitio.