Aunque esto es mucho decir en la época de la sobreinformación y esa corrupción añadida de nueva creación que son los verificadores —fact checkers—, pocas veces en la Historia del siglo XXI habremos sido testigos en directo de una contraindicación en tiempo real como la que TVE protagonizó, vamos a creer que involuntariamente, transmitiendo el hallazgo del cadáver del joven Álvaro Prieto. Literalmente, la cadena contravino punto por punto todo su libro de estilo en lo que a la comunicación de la desgracia se refiere, invocando a los vigilantes del periodismo y, en consecuencia, empujando una disculpa pública con apertura de investigación interna incluida.
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El citado libro de estilo exige «armonizar los intereses informativos con la obligación de evitar el dolor innecesario tanto a víctimas como a familiares», cuestión desatendida sin paliativos en el momento en que, en la retransmisión, se ofreció un plano oportunamente espontáneo del cadáver del muchacho casi cuatro días después de su desaparición. En concreto, el manual especifica que «los primeros planos de personas heridas y cadáveres son siempre innecesarios», y concluye que los profesionales de la cadena deben «describir el horror sin causar más daño a sus víctimas».
La tonante y a priori justificada reacción del público contra la cobertura de TVE —que hasta rotuló el momento como una exclusiva, pervirtiendo el objeto de la conexión— azuzó la conversación sobre la idoneidad de la violencia audiovisual, percutido horas antes por otro episodio lamentable: el de cierta prensa —y los aludidos fact checkers, en concreto— reclamando las imágenes de los bebés decapitados por Hamás durante su última masacre en Israel, como si el método eximiera de algún modo al hecho —el asesinato de bebés— y recurriendo a una empalagosa y autoparódica autoexigencia de rigor quintacolumnista.
No existe una doctrina deontológica que recoja cuáles son en detalle los baremos que miden, por utilizar las palabras del libro de estilo de RTVE, el dolor o el daño. Ante tal laxitud, el profesional siempre se arrogará, y más en situaciones de estrés o urgencia informativa, su derecho a equivocarse. Esto, obviamente, puede ser un atenuante puntual si no fuera por la costumbre del periodismo audiovisual de reclamar para sí la relevancia de sus recursos, esto es, de priorizar la imagen a la palabra. Como cualquiera entenderá, esté o no emparentado con la profesión, no es fácil discernir qué causa dolor y qué no; pero sí parece bastante más sencillo entrenar el criterio de lo relevante.
La trampa de la pluralidad no ha hecho sino trocear la verdad en interpretaciones
Luis Ayllón, portavoz de la Asociación de la Prensa de Madrid, resume toda esta idea inicial en un conciso «no todo vale». Siendo como es el periodismo una profesión —o, si se prefiere, un oficio— de servicio público, debería bastar con eso para entender qué añade verdadera utilidad y qué no a la hora de comunicar la tragedia. Pero el desarrollismo de las oficinas de propaganda durante los conflictos armados contemporáneos restauró una variante, tan antigua como el hombre, de expresión de las filias y las fobias. En otras palabras, poseyó el carácter informativo periodístico. La trampa de la pluralidad, referida como un signo de modernidad, no ha hecho sino trocear la verdad en interpretaciones hasta tal punto que se ha llegado a teorizar sobre si realmente existe una acepción universal de lo obvio. Y como podemos sospechar, no sólo no es así sino que parece un rasgo democrático que dos particulares se disputen no ya esa visión monolítica, sino la mera coexistencia de sus interpretaciones.
«La gente no parece tener el código deontológico demasiado presente», prosigue Ayllón: «Antes estábamos más influenciados por el sentido del espectáculo, ahora parece que nos atropella la urgencia y la presión de la inmediatez». Como es inevitable valorar la inclinación sensacionalista del periodismo de conflicto sin hacer referencia a los actuales métodos de intoxicación o enriquecimiento de las fuentes (véase las redes sociales), también hay que aprender a limitar con naturalidad dónde acaba el periodismo y empieza el activismo. Por ejemplo, y volviendo al caso anterior, cualquiera con una mínima formación moral concluiría que exhibir bebés decapitados por un grupo terrorista o el cadáver de un muchacho entre dos vagones no añade demasiado contexto a la información descriptiva, y ese -la moral- parece un interesante punto de partida para plantear el debate sin elevar la voz.
Aunque Ayllón se niega a dar por perdida la batalla contra el sensacionalismo audiovisual, recuerda la obligación que el periodista acarrea en su naturaleza, que es la de informar. Y recurre a un ejemplo que en España hemos enterrado con pasmosa y triste rapidez: «En tiempos de ETA se debatía mucho sobre si era conveniente enseñar o no a las víctimas», y esta alusión a la publicidad del terrorismo no es casual. De hecho, respecto a la difusión de imágenes de atentados y ataques terroristas las implicaciones son mayores, también en el aspecto de la seguridad. A menudo, son las propias autoridades quienes dan consejos sobre cómo informar de esos casos. En este texto a propósito de los atentados de Las Ramblas de 2017, Carlos Otto reunía algunos sobre la difusión de las imágenes de atentados en redes sociales. El terrorismo, sus víctimas y la obligación moral de posicionarse contra él se atiene a otras reglas, de nuevo relacionadas con el referido entendimiento del mundo.
El tratamiento de la barbarie politizada —el terrorismo es la expresión hiperbolizada de la política básica, entendida como conflicto— también exige, además de pulcritud, contexto e intervención de las fuentes especializadas, recurso en franca decadencia. Estos días, gigantes de la comunicación como la BBC, la CNN o la NBC han tenido que corregir sus piezas originales sobre el incidente en el hospital de Gaza, primero atribuido a Israel y luego desmentido y largamente matizado a través de vídeos y pruebas sobre el terreno. La desprofesionalización del periodismo, consecuencia lógica de la pluralidad y accidental de los intereses empresariales implicados, ha motivado espacios de interpretación paralelos a los hechos. Donde los medios ubican opinión, por fundada o experta que esta se precie, están ubicando un posicionamiento.
Así, en un acto reciente organizado por el Real Instituto Elcano y en el contexto de la guerra entre Israel y Palestina —o Israel y Hamás…—, la periodista Ángeles Espinosa, excorresponsal de El País en países como Irak, Libano o Irán, lamentaba la polarización instigada desde los medios españoles en la cobertura de esta remozada crisis, sin ahondar verdaderamente en su causa, y con una tibieza llamativa: «Creo que es muy importante, en este y todos los conflictos, separar las poblaciones de los agentes políticos: el castigo colectivo no es de recibo y ver que esto se ha reflejado de forma militante en la prensa me da muchísima pena». Es una variante algo más elaborada del cáustico y ya memético «condeno todas las violencias», que viene a ser lo mismo que no condenar ninguna.
Por eso, cuando hace unos días un grupo de periodistas tuvo acceso a un acto organizado por el Ejército israelí para ofrecer el visionado de 43 minutos de la última matanza de Hamas, sobre todo se estaban enfrentando a su paradójica némesis: la realidad. Y en el peor de los casos, su flagrante falta a su vocación de servicio. Dichas imágenes, «muy difíciles de soportar» en palabras de la corresponsal de Onda Cero en Israel, Jana Beris, son la prueba en la que Israel apoyará su denuncia por crímenes contra la humanidad. Los rostros desencajados y mohínos de la prensa soliviantaban esa tirantez entre lo que ocurre y lo que se cuenta. O mejor dicho, lo que ocurre y cómo se cuenta.
Esa inclinación a la hora de documentar el horror, justificándolo o ejecutando piruetas letales para ampararlo, no tiene mucho que ver con describir, por ejemplo, una masacre terrorista como la perpetrada por Hamás en los últimos días. Pero al mismo tiempo, es delicado explicar el mundo si no se puede demostrar inequívocamente quién mató, violó, ocupó o atacó primero, esto es: quién rompió la baraja por el lado indecente. Dejó dicho la periodista Leila Guerriero en Cada mesa, un Vietnam (JotDown Books, 2017), que «el periodismo necesita transmitir el peso de la aniquilación». Pero seguiremos discutiendo el cómo, por el bien del periodismo y de la civilización. Tal vez en ese orden.