Cuando Kylian Mbappé (20 años) se autoimpuso la escalada de responsabilidad al recoger el premio a mejor jugador de la temporada en su país, estaba hablando de sentirse más importante. En el PSG o en otro sitio, según sus propias palabras. Su contrato firmado en 2017 cumple en tres veranos (2022), lo que significa que ni a mitad del compromiso adquirido recién cumplida la mayoría de edad está cómodo con quién es y qué hace en París. Tendrá que ver con el síndrome del niño rico, la affluenza casi marxista del que tiene tanto al empezar que todo nunca le parecerá suficiente. Y no es ambición: es, literalmente, desesperación. Una abisal tolerancia al aburrimiento, necesidad constante de sobreestímulo. Ninguno de los futbolistas jóvenes actuales está dispuesto a consolarse con la caballerosidad.
Divas han existido en todas las épocas: Michel Platini, Johan Cruyff, Bernd Schuster, Jorge Valdano, Raúl González. Claro que a estos les sobrevino más su lugar en el ecosistema fútbol que el cuestionamiento de su carrera, tan fugaz. Con aquellas palabras Mbappé ya estaba abriendo distancia con el proyecto adquirido con Neymar el mismo 2017. Neymar es la representación definitiva de la nueva farándula, el alfa de la lealtad devaluada. Todo este fútbol se ha enquistado de jugadores que no respetan contratos, status, palabras. Gente sin escrúpulos que obviamente ha traducido este deporte por el atajo más virtuoso a la virilidad angulosa del dinero. Semanas después Paul Pogba también se ha sentido saciado de proyecto en el incipiente y decepcionante Manchester United. Pogba salió gratis de Inglaterra en 2012 y cuatro años después volvió en calidad de fichaje más caro de la historia de la Premier. En los tres años desde su vuelta y sin que su crecimiento le haya valido una consideración de estrella según lo que antes se entendía por estrella -una estrella del fútbol, no de todo lo que rodea al fútbol-, cree que ha llegado el momento de buscar nuevos estímulos. De cobrar más. O de que le retengan menos. O de cumplir un sueño, se supone que hacia el Real Madrid de Zidane, que ha quitado al Chelsea a uno de sus mayores problemas de vestuario de los últimos años, Eden Hazard.
El Madrid es ducho en relaciones tumultuosas con jugadores usuarios de una autoridad cedida sin escrúpulos ni garantías. Sólo Ramos, en perspectiva y con caducidad, se ha ganado cierto derecho a pisar más allá de la línea, aunque este año haya participado en un curioso careo con Florentino Pérez a través de los medios con ofertas fantasma de China y reclamos de lugar en un ecosistema a la deriva. Ante todo el razonamiento pretendidamente indignado de esta resistencia al honor no cabe sorpresa ni tampoco drama, pues cada generación vive sus propias leyendas negras con la permisividad que deciden sus druidas.
La guinda la ha puesto Griezmann, por ejemplo, que ha hecho de una decisión deportiva -y de un traspaso histórico: la venta más cara del Atlético- una decepcionante y agria performance, muy similar a un oprobio clásico, desnaturalizado y triste. «A veces hay que tomar decisiones», y ha decidido ser uno más. El Barcelona lo presentó a puerta cerrada para protegerle… ¿de su propia afición? Es el indicador más fiable de que mucha de esta gente ya no juega para nadie más que para ellos mismos. Ir a ellos y cederles un mínimo de oportunidad es exponerse a que el día menos pensado la devuelvan con intereses. Esta también es parte de la magia del malditismo futbolístico. El volver a empezar, los insultos, el fraude. Y la pasión, claro, de los niños aburridos de firmar camisetas mientras descuentan días a sus carreras sin más esperanzas que evitar descolgarse de la rutina.