Escondido entre folios emborronados y tapado hasta el cuello con una manta de ganchillo, se nos marchará algún día (lejano, Dios lo quiera) un cantante de voz quebrada, tibio acento andaluz y mediocre melodía. Ese mismo músico ramplón que se irá sin decir adiós, se llevará consigo al que, sin duda, es el mejor poeta que ha dado España en este último siglo. De bombín incrustado y barba poblada, don Joaquín Martínez Sabina no termina de irse jamás y aunque se largue algún día nunca desaparecerá del todo. Lo abrazan a este mundanal ruido tantos besos que sería imposible contar, tantos whiskys sorbidos que casi te llegan a emborrachar a ti, tantos desfases, tantos delirios, tantas noches trasnochando que el sol únicamente llegó a conocerlo ebrio, despeinado, sudoroso y deseoso de tirarse encima de algún maldito colchón.
RELACIONADO » PONGAMOS QUE HABLO DEL ATLETI DE JOAQUÍN
En ellos, en los colchones, han nacido la mayor parte de sus canciones, como nacen las obras de los grandes, como viven los únicos que entienden un poco de qué va esto de la vida. Allí conoció a muchas mujeres, allí se prendó de la belleza de ese ser que lo obnubila todo, que le resta importancia a lo demás. Allí acarició pieles tersas y arrugadas, erizadas y condescendientes, llenas de amor y repletas de odio. Allí, entre sábanas de multitud de colores besó labios enrojecidos por un carmín que todavía se distingue en muchas de las camisas que cuelgan de su armario. Allí, sobre los muelles rechinantes de jergones cansados de sostener amantes se encontró con lo más inspirador que un escritor, sea bueno o malo, viejo o joven, profesional o amateur, puede encontrar: los ojos lascivos de una mujer.
De Chispa a Jimena pasando por Sonia, como todos alguna vez tuvimos que pasar. Se enamoró de todas ellas y ellas se enamoraron de él, porque no hay nada más fácil que prendarse hasta el tuétano de un poeta ni nada más complicado que aguantarlo después. Como la niña hincha de Boca de aquellos Dieguitos y Mafaldas que lo abandonó, como hicieron casi todas, por irse con otro que le conviniera más; todo el mundo sabe que a nadie le interesa casarse con un escritor, por muy Sabina que sea. Un día, sea corpórea o imaginaria, todas aquellas señoras, señoritas o señoronas que una vez probaron su boca, derramarán, desde la quietud de sus hogares acomodados, desordenados o por ordenar, una lágrima pura por el hombre que un día las trató como a mismísimas princesas y al siguiente las convirtió de nuevo en las cenicientas que nunca creyeron que pudieran ser. Es la maldición del que llega al sabor de los versos y la poesía, que el cuento de hadas en que te sumerges al principio llega un día en que, con un ‘colorín, colorado’, concluye para siempre.

La Rosa de Lima lo llorará sintiéndose culpable por haber deseado tantas veces ese momento. Ella, que aguantó tanto durante tanto tiempo, se verá entonces tan sola como despreocupada. Se le marchará ese niño chico que tantas veces tuvo que acunar, ese amante marchito que un día se rompió y no se supo arreglar. Jimena, el nombre que más veces pronunciaron sus labios malheridos y decadentes, poblará las páginas llenas de tinta que se encontrarán en su habitación cuando él ya no repose allí. Ella no es la protagonista de su canción más bonita, ni siquiera la historia de pasión más feroz del poeta, pero sí se alzará victoriosa con el dudoso honor de haberlo acompañado hasta la tumba. Esa peruana entrada en años que todavía sigue conservando su eterna belleza será la encargada de alargar la vida de un tren que siempre ha tenido toda la pinta de ir a descarrilar. Y, sin embargo, el que don Joaquín se haya alejado tanto de esa vida viciada y viciosa que fue por derecho suya, que tan mal lo trató y tanto daño le produjo, será para muchos lo que se lo lleve. Al final no hay nadie más más egoísta que el admirador que se niega a ver cómo su admirado deja de ser aquel que un día lo conquistó.
Un día Madrid se levantará triste y mustia, tirará sobre los tejados las lágrimas de una lluvia tenue y el sonido de las bocinas de la capital enmudecerá cuando sus coches circulen por los aledaños de la iglesia donde algún cura, de esos que él tanto odia, rece por un alma que parece condenada al fuego eterno. Todas las radios del mundo dedicarán una canción suya a su propia memoria, todos los clubes de lectura lo honrarán con una poesía, todas las señoras que lo conocieron rezarán un padrenuestro por su alma y muchos hombre que lo sufrieron brindarán con cava que se haya marchado. Yo, que soy hombre y lo disfruté tanto que parece que me quedaré huérfano cuando él se aleje, lo lloraré todos los días escuchando esa voz vulgar que, sin embargo, recitó las estrofas más bonitas que he disfrutado en mi vida. Yo, que nunca lo tuve más cerca que a medio centenar de metros en algún lejano concierto, lo extrañaré tanto que parecerá que nunca se nos haya ido y que nunca, jamás, se nos pueda ir, porque al final los grandes, si lo fueron de verdad, permanencen para siempre aunque haga tiempo que se fueron.
Antonino de Mora es escritor; puedes seguirle en Twitter y leerle en su blog, Los momentos al pedo.
Foto de portada: Flickr