Salta al jueves una parte de Madrid helada y blanca, y otra negra, como de luto, asimilando una lección. Todavía restallan ecos obvios de una noche difícil de digerir para algunos, por suerte los menos, y especialmente completa para otros: no podía ser de otra forma en un Estado dicotómico y de división. La culpa la tiene Arbeloa, para variar. Un futbolista al que los que más entienden de esto, que no son jugadores ni entrenadores, no pueden ni ver. Su relación turbulenta con los micrófonos y las líneas quedó ya explicada, y de ahí viene todo lo demás. La cima del mausoleo a su figura la coronan los sabedores, pero por su caída de mármol resbalan todos los que aspiran en silencio a ser como ellos, porque, no nos engañemos, uno de los principales males del Periodismo es ir erróneamente atribuido a la fama y el reconocimiento y en consecuencia, que cualquiera sueñe con parecer periodista en la medida en que resulta la manera más fácil de atraer las copas gratis y las chicas caras. Todo falso. Como la presunta incapacidad del ser, que harto de las lecciones tácticas y de las sensacionales apariciones donde le toca -atrás, en defensa-, tensó sus músculos y fue único, recordando a los mejores laterales en ataque de su promoción y de la anterior, marcando, asistiendo, provocando un penalti no pitado y hasta rozando el doblete.
Pero la clave no radicó en el alarde por su lado y en algo que no es lo suyo: sino en que luego le tocara ir a la izquierda, y no sólo no gesticulara o torciera la boca, sino que se siguiera ofreciendo y volviera a aparecer por arriba y por abajo, hasta desbaratando ataques rivales. Frente a uno en superioridad numérica pero no mental que se deshizo ante su empuje y el de un equipo al que le basta acertar para golear, sin necesidad de dominar nada, lo cual es otro sigo de grandeza. Arbeloa, canterano de ida y vuelta, repescado, útil para entrenadores tan diversos y que tan diferentes sentimientos despiertan en ese Olimpo de café y churro, sobrado de energía y competitividad -hasta el perseguidísimo Carlos Martínez tuvo que reconocérselo, sosteniendo con gracia su equilibrio en una cuerda finísima sobre el abismo-, devolvió la pelota a los odiadores de facto y les recordó que ni el Periodismo puede ir de odiar, ni la vida de arrastrar reivindicaciones pendientes. Él desde luego no parece necesitar callar la boca a nadie, como sí hacen por lo visto para sus groupies y una vez al semestre tantos ídolos a los que fue tan barato elevar. Álvaro nunca será un ídolo porque ha llegado tarde al fútbol de la exuberancia, pero como ejemplo, seguirá vivo hasta que se canse él, porque lo que es cansarle, está visto que no le van a cansar los demás. Arbeloa será el tipo normal a seguir, el ejemplo medio para el niño medio. El que destaque irá a pelear por el Balón de Oro y el que no, a Periodismo, como reza el dicho y no por nada.
Artículo publicado tras el partido de Champions League que enfrentó a Real Madrid y Galatasaray (4-1).