Donald Trump ha ganado las elecciones. Contradiciendo la mayoría de las encuestas y para pasmo de la opinión pública internacional, el heterodoxo candidato republicano será el presidente número 45 de la historia de los Estados Unidos de América. La derrota de Hillary Clinton, ciertamente, está siendo recargada con tinta oscura; viene a confirmar la diferencia, cada vez mayor, entre el relato de los medios de comunicación tradicionales, así como de las élites políticas convencionales, y el modo en que un porcentaje muy amplio de los ciudadanos percibe la realidad cotidiana de sus vidas y el lugar en el mundo tanto de su país como de su ciudad o comunidad más cercana. Como sucedió en el Brexit, por acudir al ejemplo más cercano, esta brecha está cambiando indudablemente el discurrir histórico de las democracias liberales.
Trump ha sido demonizado y caricaturizado constantemente a lo largo del último año por cabeceras editoriales, periodistas y comentaristas tanto estadounidenses como europeos. Lo mejor que se le ha dicho es que es un émulo moderno de los atenienses Cleón y Alcibíades del siglo V antes de Cristo. Lo más normal ha sido verlo representado como un nuevo Hitler. El paradigma ha sido, para el mundo hispanohablante, la portada reciente del número de Letras Libres del pasado mes de septiembre. Sus exabruptos a lo largo de la campaña no han ayudado, en efecto, a retratarlo de otra manera: la promesa del muro mexicano, sus análisis de brocha gorda sobre islamismo, musulmanes y terrorismo; su desdén para con los padres del soldado de raíces afganas muerto en combate en Afganistán, sus deficientes conocimientos sobre política internacional o sus ideas acerca del comercio con otros países, especialmente con China, han roto algunos de los códigos tradicionales de la narrativa política del partido republicano. Su dialéctica y su discurso, agresivo y sentimental, sus apelaciones constantes a la nostalgia de una América grande e ideal, sus dudas públicas acerca de la legitimidad de una hipotética victoria de Clinton y su desprecio genérico de “la política” pueden ser entendidos también como elementos del clásico descrédito antiliberal de las instituciones representativas y de los procesos establecidos en la vida democrática que Arcadi Espada atribuyó hace poco al nuevo concepto de la “pornografía política”.
Trump es la expresión de fenómenos más profundos (…) la mayoría blanca continúa siendo la fuerza motriz
Pero Trump es la expresión de fenómenos más profundos. Muchos tienen que ver con la globalización irreversible y con la revolución tecnológica que está cambiando las sociedades occidentales. Se dice que en torno al año 2050 los blancos ya no serán la mayoría étnica más numerosa de los Estados Unidos. Se ha hablado del carácter supremacista de la retórica del candidato Trump, y de que el rechazo de latinos y negros podía ser crucial en su derrota. Parece que, al final, esta contestación, digamos, racial, no ha sido tal, y que la mayoría blanca, con matices, continúa siendo la fuerza motriz decisiva capaz de articularse en palanca de cambio electoral. Un ejemplo paradigmático puede ser Virginia Occidental, un Estado de histórico abolengo demócrata cuya población es abrumadoramente blanca.
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En octubre, The New Yorker publicó un reportaje en profundidad. El objeto de la pieza periodística era hallar las claves del sorprendente y masivo apoyo que en ese Estado encontraba el candidato republicano. Algunos de los testimonios del reportaje reafirmaban, en parte, la clave demográfica del apoyo a Trump, pero había detalles interesantes: la cuestión racial no parecía ser un combate étnico, sino un lamento generacional cuya raíz residen en el olvido institucional que algunos ciudadanos sienten por parte de la élite política de Washington DC. Hablaban aspirantes demócratas al Senado de origen mexicano que habían estado desplegados en Irak, y alcaldes cuyos abuelos vinieron hace casi cien años del Líbano. Comparaban la manera en que sus ancestros se integraron cultural y socialmente en el país, sobre todo en sociedades tan homogéneas y uniformes como la de Virginia Occidental (el famoso ‘melting pot‘ que reinvindicaba Jean François Revel en La obsesión antiamericana, en contraposición al fiasco multicultural francés) y el modo en que, en su opinión, los nuevos inmigrantes irregulares sobreviven parasitando los fondos públicos sin asimilar la civilización americana mientras familias enteras de virginianos, muchos de ellos descendientes de inmigrantes que sí completaron exitosamente su asimilación, no son capaces de sobreponerse a la debacle de la industria minera y sucumben a estados de pobreza y miseria galopante.
Trump se ha postulado con un mensaje más patriarcal que estrictamente político o ideológico
Decía Daniel Capó en un artículo publicado hace unos días en El Subjetivo que Trump responde a esta necesidad extraordinaria y sin parangón en la Historia reciente de grandes bolsas de población blanca cuyo lugar en el mundo parecía salvaguardado hasta la primera década del siglo XXI: «Al crash de 2008 se superponen los primeros efectos de la revolución tecnológica y la presión que el mercado de trabajo global ejerce sobre los salarios del mundo desarrollado. Frente a los adalides de la globalización –una elite que, por definición, carece de servidumbres geográficas–, hay un amplio sector de la ciudadanía que percibe cómo sus oportunidades de futuro se reducen, su entorno se degrada y sus salarios se ajustan. La crisis populista de 2016 tiene mucho que ver con lo que el teórico de la cultura Christopher Lasch diagnosticó en su libro The Revolt of the Elites a mediados de la década de los noventa y que sólo ahora parece haber cristalizado para un amplio segmento de las clases medias occidentales». Trump ha parecido, sobre todo para muchos de sus votantes, ser alguien más próximo a sus necesidades, a su urgencia histórica. Se ha postulado, por decirlo así, con un mensaje más patriarcal que estrictamente político o ideológico: en ese sentido, el manido ‘America First‘ cobra fuerza como vínculo emocional con una franja de población todavía mayoritaria que se encuentra sumida en un agujero histórico sin precedentes, mientras a su alrededor todo el mundo, cambia, y sobre todo, las comunidades urbanas de California o la Costa Este siguen siendo prósperas.
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Esta oposición, susceptible de transformarse en pivote narrativo maniqueo, se refuerza con el goteo incesante de soldados muertos que regresan a casa precisamente desde esos lugares tan lejanos en los que la administración gasta enormes cantidades de dólares en proyectos de reconstrucción y en vínculos comerciales. Trump ha explotado, con éxito, este tipo de fallas, fragmentos de un fenómeno paradójico: mientras que la globalización favorece indudablemente el crecimiento y la prosperidad global, desequilibra al mismo tiempo el tejido socioeconómico de las sociedades occidentales. Trump parece más próximo a esa gente. Sin duda, mucho más que Clinton, a quien discursivamente la campaña republicana -y no sólo en ella- ha ubicado en esa oligarquía insensible a la decadencia de la vieja clase media que sólo vive, se dice, por y para perpetuarse en torno a los resortes de poder del Gobierno Federal.
Hillary Clinton y Donald Trump tienen dos maneras radicalmente opuestas de transmitir y de contactar con el ciudadano. Clinton es percibida como fría, maquinal y desarraigada. Trump parece enérgico, audaz, y no duda en ser socarrón, procaz y burdo si lo considera preciso, al contrario que una Clinton mucho más austera en cuanto a gestos y expresiones. Es decir, más convencional. Trump no es convencional y, probablemente, esto le haya ayudado mucho en el modo de conducirse ante una campaña que abordaba cuestiones que no son convencionales: Estados Unidos ya no es la superpotencia mundial que fue desde la caída del Muro de Berlín, sino que, a lo que parece, el panorama geopolítico contemporáneo asemejará una corte medieval europea, donde había un rey que no era sino primus inter pares. En todo caso, Trump, contradiciendo la retórica electoral tradicional de su partido, ha garantizado durante toda su campaña que la Casa Blanca velará por todos aquellos que se están quedando atrás. Esto, en términos morales, contrasta con la retórica universalista, cosmopolita, tan propia de Clinton y el famoso establishment: las preocupaciones inmediatas de las clases medias que ven peligrar su modo de vida están bastante lejos de las que pueden tener familias desahogadas de la Costa Este, caricaturizadas en muchos lugares del país como pijos y progres gafapastas que comen comida india y viven en un anuncio de United Colours of Benetton.
Trump es la consecuencia política de este zeitgeist, de este aliento que va más allá de la raza y del género, como no han sabido explicar muchos medios de comunicación fuera de los Estados Unidos.
Si el repliegue internacional de Estados Unidos tiene una fecha, sin duda está en el verano de 2013, cuando Obama amenazó al presidente sirio Assad amagando con golpear militarmente en un momento en que el régimen baazista era sospechoso de utilizar gases químicos contra la población civil en posiciones controladas por los rebeldes. Sin embargo, la amenaza de Obama se quedó en eso. Rusia aprovechó el momento, desde luego. Todos los movimientos diplomáticos de la administración Obama desde entonces, así como las maniobras de Putin en el Mediterráneo oriental (la invasión y anexión de Crimea, la guerra en el oeste de Ucrania y el despliegue ruso en Siria) confirman la hipótesis de este cambio de paradigma en la correlación mundial de fuerzas: los intentos del presidente saliente por desbloquear las relaciones de Estados Unidos con Irán y Cuba, dos quistes históricos, parecen por otra parte puentes tendidos de cara a un futuro mucho más equilibrado en el que el mundo será, aparentemente, un escenario parecido al que había antes de 1914 y, sobre todo, al que abrió la Segunda Guerra Mundial: varias potencias de primer orden disputándose regiones de influencia y acordando ententes coyunturales a medida que los diversos conflictos acaban y empiezan, sin sucesión de continuidad.
La finezza diplomática de Obama puede no resistir ese repliegue general que se prevé inicie Trump
Este legado diplomático de Obama es, probablemente, el campo donde Trump habrá de batallar más arduamente contra demócratas y, también, republicanos, con objeto de dejar su impronta. La impresionante victoria de Trump en Florida, bastión demócrata en las últimas elecciones, indican que la comunidad cubana, fervorosamente anticastrista, puede ejercer de poderosa influencia sobre el nuevo gabinete a la hora de implementar, o no, las políticas de acercamiento y deshielo iniciada por Obama con el régimen comunista de los Castro. La finezza diplomática de Obama, distinguida en el esfuerzo long term por atraerse a las generaciones de cubanos jóvenes con objeto de forzar la descomposición interna de la dictadura caribeña, puede no resistir este repliegue general estadounidense en política exterior que se prevé inicie Trump. No obstante, lo apocalíptico de los lamentos que desde Europa reciben la noticia de la victoria del republicano en la noche de ayer quedan largamente desmentidos por la compleja estructura del sistema americano, una democracia única en el mundo por su auto-equilibrio y separación de poderes. Se dice que Trump contará con un poder más amplio del gozado por Obama en su última etapa, puesto que las cámaras también serán republicanas.
Esto, a priori, queda desmentido por la naturaleza outsider del candidato, ya presidente: Trump se ha impuesto a todo el aparato del Grand Old Party. Su carrera presidencial es, efectivamente, única, pero a la sazón, paradigmática de la superioridad estructural de la democracia norteamericana. Mientras que en España los jefes de los partidos políticos, sin excepción, acaudillan sus formaciones casi tiránicamente, castigando la disidencia con la exclusión de puestos de responsabilidad, en Estados Unidos todavía es posible que alguien, explotando sus propios recursos -económicos, intelectuales, retóricos, propagandísticos- sea capaz de ganar la nominación, el ticket, superando la resistencia de la élite orgánica del propio partido. Esta aplicación literal de la meritocracia no es posible imaginarla aquí, donde el primero que se mueve en el seno de un partido es descalificado y donde el único camino hacia un escaño en el parlamento es afiliarse con 16 años y medrar, en el sentido de la segunda acepción del término recogida en el Diccionario de la Real Academia Española: “Mejorar de fortuna aumentando sus bienes, reputación, etc, especialmente cuando lo hace con artimañas o aprovechándose de las circunstancias”. Trump no será el apocalipsis, porque, entre otras cosas, por nefastas que sean las previsiones o expectativas, su mensaje asumiendo la victoria contradicen el tono de su propia carrera y, por encima de todo, los padres de la patria americana diseñaron la cúpula democrática con la aspiración de que perdurase.
Antonio Valderrama, @fantantonio en Twitter, es el autor de ‘Hombres Armados‘ y el responsable del blog ‘Defensa Siciliana‘