El coronavirus y el estado del terror

Tengo la sospecha de que a muy poca gente le preocupa de verdad la salud mental de los españoles porque en los últimos años ha sido convenientemente invisibilizada, consecuencia directa de nuestra reeducación en el tabú. Por eso a toda una generación, predominante en el desarrollo del debate público, le parece que la tristeza es sólo nostalgia o el miedo un resorte evolutivo en lugar de -ahora sí- un constructo social. Esto que los expertos tienden a llamar «fatiga pandémica» es sólo hartazgo, y también se está cobrando vidas. Sin embargo, en el proceso de amaestramiento contemporáneo de las sensaciones, que se ha acelerado durante la pandemia y con el inestimable aporte de los medios de comunicación de masas -unos amarillistas, otros fosforitos-, hay mucho que debatir además de la blanda predisposición generacional a la permeabilidad del mensaje oficial.

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Para valorar la cuestión en España tal vez valga remontarse a marzo de 2020, cuando ni los tambores de guerra de una propagación inminente detuvieron los actos de agenda política. A las mujeres que dudaban si ir al 8M la ministra Carmen Calvo -que sobrevivió al coronavirus de milagro- les animó a acudir porque «les iba la vida en ello». Días antes, Fernando Simón -el experto designado para decir a todo que sí- no fue capaz de desaconsejar la celebración de grandes eventos. Dos meses después, cargos públicos insultaron a aquellos ciudadanos que decidieron manifestarse en varias ciudades del país, tomando como referencia Madrid, por la objetivamente nefasta gestión de la pandemia.

Entre medias, dos hitos: uno, la emisión de una serie que difundía bulos como que los niños eran supercontagiadores y el ánimo acusatorio y fiscalizador con el que Gobierno y afines premiaban a los denunciantes de balcón. Tras mes y medio  (44 días) enjaulados, los niños -que no son supercontagiadores– pudieron salir una hora a la calle. Ese mismo día (26 de abril) en Twitter fue trending topic «subnormal», por la cantidad de mensajes que miles de usuarios publicaron, incluyendo tal palabra, contra los padres que optaron por salir con sus hijos, a recordarles que fuera existía un mundo al que volver. Casualidad o no, el presidente Pedro Sánchez se felicitaría horas después, «emocionado» (literal), porque tanta gente hubiera estado pendiente de aquello, afeando a padres e hijos las conductas «irresponsables».

Entre la sumisión y la irresponsabilidad, así como entre el escepticismo y la neurosis, se despliegan una cantidad casi infinita de grises

Este episodio, enterrado en el global de la gestión de la pandemia en España porque evidentemente han pasado cosas mucho peores, ejemplifica sin embargo la posición del Gobierno ante el miedo y la concretísima relación que éste ha favorecido, entre otras cosas, la concentración de poder y la aquiescencia sumisa de los llamados a denunciarlo. La continua búsqueda de un culpable de puertas para afuera -y la reiterada responsabilización del ciudadano en la cadena de transmisión- han derivado inevitablemente en una corriente de psicosis colectiva que está afectando a los nervios del individuo y la convivencia de las comunidades. Ya no es gente gritando desde las ventanas a quienes paseaban: ahora son cientos de personas multiplicando el eco de cada noticia en la que se ve a alguien sencillamente paseando o compartiendo tiempo o espacio con los suyos cuando vamos a cumplir 11 meses de restricciones y obstáculos, merced a una ciencia no verificada que el Gobierno se arroga como palabra única para consolidar sus a menudo arbitrarias decisiones.

Tal vez para acabar por entender el papel que el miedo juega en el plan disuasorio del Gobierno haya que ir a la razón tras todas esas noticias e informaciones -muchas han abierto telediarios- sobre las terrazas llenas o los paseos al aire libre. Demasiada gente, demasiada felicidad. En Navidad se nos pidió encarecidamente ser cuidadosos, algo profundamente deshonesto cuando quienes deben dar ejemplo son los primeros en rodear esas imposiciones. Como la ley no opera y el Gobierno no necesita hacerse mayores enemigos en las zonas castigadas, el ciudadano ha acabado consagrándose como cobijador de los malos resultados. Entre la sumisión y la irresponsabilidad, así como entre el escepticismo y la neurosis, se despliegan una cantidad casi infinita de grises que en la mayoría de los casos están bastante bien explicados. Todas las condiciones a la socialización (mascarilla, distancia, limpieza, ventilación) están asumidas así que, ¿por qué insistir en lo mal que nos portamos?

Mientras la sociedad siga entretenida buscando infieles en sus rellanos no tendrá ocasión de mirar más allá y encontrar estrategas de filo autoritario en los escaños

Mientras la sociedad siga entretenida buscando infieles en sus rellanos no tendrá ocasión de mirar más allá y encontrar estrategas de filo autoritario en los escaños. Como la responsabilidad civil es un cuento subjetivo, siempre habrá quien compita por abrazarse al comando restricción. Alguien que no salga de casa será más responsable que alguien que lo haga, tome las medidas que tome. También será más infeliz. Pero, ¿le hará la infelicidad mejor persona? ¿Qué sabemos de los hábitos y costumbres, o de la configuración moral, de quienes sacuden la cabeza frente a las terrazas llenas, los menores bebiendo alcohol en los bancos o los fumadores que eternizan su vicio para -qué ironía tan correcta- respirar aire más o menos puro? ¿Es mejor ciudadano alguien que no se he visto con sus familiares durante meses pero que en la intimidad roba, defrauda, insulta o no se cuestiona el estado del miedo del que somos presos?

La advertencia sobre el terreno que perdemos en la libertad individual codependiente de un tejido social más o menos complejo, sin cuestionarnos nada y con la única ayuda de un par de presentadores televisivos, no está en absoluto alineada con lo que de una manera un tanto grotesca -pero no casual- ha sido definido como negacionismo. Una cosa es la cívica prudencia y otra muy distinta la malsana obsesión. Al comienzo hablaba de las amenazas a la integridad mental de quienes salían del pasado invierno de una pieza. Hogares rotos, amistades enemistadas, antidepresivos, alcohol, discusiones a flor de piel, propensión a la exageración y el horror. La España del estado de alarma es un avispero de fuego amigo que se cruza con una notoria ascendencia hacia el enemigo final, que será la hiperdepresión.

El rechazo unánime a la protesta, la disidencia o el debate únicamente garantizan la excepcionalidad de la libertad en España

No sé si habrá pasado muchas veces en la historia de los países desarrollados que los políticos elegidos por el pueblo insulten al pueblo por manifestarse contra ellos, pero aquel y otros tantos episodios nos recuerdan que el miedo sigue siendo el mejor antídoto contra el virus en las enconadas cabezas de quienes ingenian y coordinan. El rechazo unánime a la protesta, la disidencia o el debate únicamente garantizan la excepcionalidad de la libertad y eso en España es ya una realidad palpable, como han podido comprobar en sus carnes numerosos personajes públicos que han sido marginados y censurados por opinar algo diferente a lo esperado. En lo que se recrudecen las cifras y la economía sigue en caída libre (consecuencia de una política social de pirotecnia amargamente influenciada por las apariencias), la preocupación del español no es cuánto va a durar esto sino si su vecino se vio con tres o cuatro personas en Nochebuena. Lo dijo Simón: tal vez lo hayamos pasado demasiado bien.

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