El multitudinario abono de los mortales al desengaño está más justificado que nunca: bulle el debate, ante el abismo de su entrega centenaria en televisión, sobre si era posible hacerlo peor llevando The Walking Dead a la pantalla. Considerando que la mayoría de las veces la respuesta a cualquier pregunta es «sí», sea metafórico o socarrón, el fan -cada vez menos fiel en un sistema de adaptaciones regulares- y el espectador neutral confluyen en puntos muy similares acerca del desenlace de la séptima temporada de la serie, lo que esboza la triste acepción cumbre del problema. Es razonable detenerse a las puertas del capítulo cien, que será el primero de la temporada ocho, porque en perspectiva cuesta entender que una serie de televisión se haya mantenido tan arriba contando tan poco en tanto tiempo de exhibición: funciona el proyecto como tal, la versión televisiva, que va muy a remolque de lo acontecido en unos cómics interminables que, aunque también juguetean ya con la monotonía y predecibilidad, al menos se conceden los esotéricos lujos de las letras. Claro que es distinto el público de las historietas al del televisor: esto no es óbice para que los creadores de la serie, quienes ya se han defendido en más de una ocasión por lo mismo, prueben a ajustar al menos su narrativa a la dura intensidad con la que Robert Kirkman plantea la problemática del apocalipsis en las hojas. Niños, jóvenes y ajenos al mundo afuera de los torrents: eso que os están enseñando no es The Walking Dead. Es más, la precipitación con que la séptima temporada ha invadido la historia apunta más a la caducidad del producto televisivo que a la del impreso. Lo cual no deja de ser paradigmático, habida cuenta de las infinitas posibilidades visuales que siempre conlleva una transformación así.
La cuestión sobre The Walking Dead no es si se parece o no a los cómics, pues constituye una polémica tramposa: ni puede ni, lo que es más importante, debe ser igual. Sí es más relevante plantearse por qué es tan distinta: por qué existen y sobreviven personajes -con fuerza propia y muy relevantes en la serie- que nunca existieron en el papel, por qué esa arbitrariedad a la hora de dispensar muertes y despedidas de otros protagonistas, momentos particulares de despedida y duelo que siempre buscarán la reacción más exigente en el seguidor habitual. Ya surcamos insensibles ese escenario televisivo en el que sólo la muerte es capaz de marcar con suficiente y cómoda efectividad la pausa del discurso. Ocurrió al comienzo de la séptima temporada, por usar el ejemplo más cercano y también el más comentado, meses después del cliffhanger más bestial que se recuerda en televisión. A saber: Negan, el penúltimo supervillano presentado, se cruza con el grupo de Rick, los embosca y elige al azar a uno de ellos para asesinarlo brutalmente delante del resto. El lector habitual del cómic pudo imaginar durante las largas semanas de espera a quién le había tocado porque en papel ya ocurrió hace un tiempo: además, puede pasar por la escena más emblemática, desagradable y efectiva de la publicación hasta hoy. Sin embargo, Glenn no fue la primera opción y la ejecución de la víctima original, Abraham, sorprendió en el momento a todos. Sólo un arrebato de Daryl, que no existe en el cómic y que logra agredir a Negan, propicia el adiós de Glenn; un retorcido giro que además acaba con el agresor preso y maltratado en las dependencias del asesino. El episodio de vuelta fue el segundo más visto de la historia de la serie, y la crítica logró aceptar su desenlace extendiendo la confianza en el proyecto. Pero otra vez, esta se ha diluido.
Lo grave para con la libre interpretación de la historia de The Walking Dead no es sólo que falle ampliamente al original, algo perdonable si el proceso siguiera su propia dinámica: es tan distinta en tantos momentos importantes para entender y seguir el trabajo de Kirkman en los cómics -quien por cierto también trabaja en la serie- que apenas merecería llevar el mismo nombre. Para Kirkman, la adaptación siempre ha sido eso: otra forma de interpretar una historia enriquecida con los dramas habituales postapocalípticos, como el de la batalla por la supervivencia entre los propios supervivientes. La misma presentación de Negan como hombre de orden y paz y su apuesta por el castigo como vehículo para el progreso lo deja bastante claro: ni siquiera alguien así puede ser incomprendido sin antes conferirle cierto rasgo político. Visión esta, particularmente alejada del monstruo sádico y malhablado que luce en el papel. Nunca lo ha expresado en público, pero probablemente Kirkman, como los que le acompañan en el cómic, lamenten la infame primera temporada, en perspectiva intrascendente y tan alejada de lo descrito en el tebeo. Ni siquiera funcionó el amago de controversia familiar a tres bandas entre Rick, su mujer y su mejor amigo. Ahí sigue la niña. Por suerte fueron sólo seis episodios, aunque detrás estuviese Frank Darabont: la distancia para con la primera historia impide, en momentos escogidos, que ambos trabajos puedan ser tratados bajo el mismo nombre. La salida absolutamente temeraria de Andrea de la serie -pareja de Rick en el cómic-, la inesperada y brutal adolescencia de Carl, la supervivencia de su hermana Judith o los finales de protagonistas como el mismo Abraham o algunos originales de la serie como Sasha arrebatan tacto narrativo a una versión televisiva que siempre ha corrido en solitario.
En el capítulo 99, que cierra la última temporada en emisión, la batalla de varios grupos contra Negan y su gente se abre como una fruta demasiado madura de verano. No es más que un episodio que secuestra casi totalmente la intrahistoria de una Sasha mártir que recuerda a Abraham y que también se despide de Maggie -luego Negan se encargaría de dar una pista de por qué durante la pelea: «¡La viuda sigue viva!»-. Sin embargo, todo se despeña al final. Los seguidores de The Walking Dead han desarrollado una habilidad única e incontestable para sobreponerse a esos largos minutos de travesía por la historia sin certidumbre, de diálogos fuera de lugar: demasiado como para jugarse la acción a un último rato que echa el telón por los próximos seis meses. A distinta velocidad que los cómics, que también se publican cada medio año, la serie corre el palpable riesgo de seguir perdiendo audiencia -tuvo su pico en las temporadas cuatro y cinco, las centrales y más fieles- y al final, de desvanecerse como el gran proyecto que algún día fue y hoy no ha recibido el trato ni el respeto que merece. Porque, no vamos a negarlo, la obra gráfica está muy a la altura de la total dignificación: pero para ello habría que haber que apostar por mantener el pulso del original, aunque el formato no lo soportara de primeras. Ni siquiera es un lamento freak por quiénes conozcan la serie en papel, sino sobre todo para quienes no la conozcan. Los retoques de Nicotero a la historieta empiezan a alejar el sentido de The Walking Dead de lo que el cómic aún respeta y pretende, que es no mantener a nadie a salvo nunca. Si la serie sigue empeñada en rodear las turbulencias, dosificar el horror y esconder la sangre para que no polemicen los niños que emerjan entre otras a cotillearla, morirá irremediablemente y ni los más convencidos seguidores se acordarán de volver a rematarla una vez se haya convertido.
Un pensamiento en “El capítulo 99”