El café también era mentira

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Sólo me pasó una vez, así que lo llamaremos La Vez: alguien me prometió un café y el café tardó casi dos horas en llegar a la cama. De mayores, uno aprende enseguida de qué van los cafés, las brasas del formal «tomar algo», martirio iluso de un leit motiv socializador común que es el «a ver si nos vemos». No, tú no quieres verme. Tú quieres tomar un café. El café es un trasbordo a la vida adulta y nos llega primero por el más primitivo de los sentidos, que es el olfato. Proust lo desarrolló, a su manera. El café es la tortuga estelar que sostiene el mundo al que nos despeñamos cuando empezamos a preocuparnos por lo que pone en riesgo nuestra vida, superado la murga psicodélica de la transición a las responsabilidades. El olor a café recién hecho, bombeando rítmicamente bajo un fuego concreto,  no es otra cosa que una catarata de feromonas reclamando un sentido experto, siempre vigilante.

En mitad de cierta catarsis, ese mismo alguien me escribió: «yo quiero estar contigo, no contarte que he cambiado de café». No es casualidad que uno desdibuje la alegoría de la primera bebida del día por preservar su recuerdo. El café es algo que acerca al niño a la vida adulta y en consecuencia adquiere un significado de fuerza espontánea ligado a lo misterioso que no controlamos, a esas pulsiones que, cuando se dice somos enteramente conscientes y tenemos que ejercitar el autocontrol, nos sorprenden como pilar de una estratega de batalla relámpago estrechamente vinculada al deseo. Quién iba a querer tomarse sólo un café, nadie arriesga tanto sólo para tragar algo. Pero eso el niño aún no lo sabe y por eso es tan cruel y enfatiza por banal considerar la infancia como un trámite legislativo en lugar de una etapa de profundo y peligroso conocimiento del medio.

Lo importante es que ese código abierto con el que operamos los adultos se mantenga alegórico y bello, que sortee la obviedad. Que el reflejo del cortejo descortés no parta su luz contra lo verdaderamente integral en la vida adulta, que es la rutina. Eso, y que la intimidad pertenezca siempre a lo íntimo. La estrechísima relación entre el café y cierto tipo de servidumbre activa, de llamarada esotérica perdida en la ciencia, es un secreto que el adulto debe preservar con celo y ejecutar en el más estricto de los silencios. Hasta la jerga interviene: manchado, cortado, fuerte, doble, en vaso. Como esos versos de Luis Alberto de Cuenca que martillean cada mañana como cristales de Pavlov alojados en los ojos de Alfanhuí: «Tengo un hambre feroz esta mañana / voy a empezar contigo el desayuno». Y el café, a lo mejor, no llega hasta dos horas después. Por eso, cuando se rompe un corazón, a veces sangra café donde se suponía sangre.

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