Cuando el Real Madrid falla, que no es tan a menudo como querrían pensar sus detractores históricos, se alza desde las profundidades una extraña voz de persuasión que indica el camino más corto al objetivo prioritario. «Hemos ganado y ya está», se defendió Zidane tras el 1-3 ante el Nápoles en San Paolo. Y no hay valiente que se digne a cruzarse y arrebatarle cualquier tercio de verdad a sus palabras. Es el debate más raído de la década, pero siempre que vuelve hay que apartar a las musas y sonsacar información al ateo: ¿al deporte se gana o se participa? Cuando se pregona, por ejemplo, que el Madrid no juega o no propone, se sacude la ráfaga de partidos como el de Nápoles: la particularidad blanca es resistir. Dejó dicho Enrique Ortego que su modelo es ganar. Hay quien pondera en la vida la plasticidad y el goce y quien valora la profundidad de la acción, y va quedando demostrada que ambas juntas son efímeras. La Champions League, que es una guerra a trece partidos (once o doce si tienes suerte en la fase de grupos), no se gana al azar, no premia torpezas, no paga traidores. Los que se queden por el camino podrán rendir, durante su vitoreado tiempo libre, mucho verbo a esto.
Pero el árbol del 1-3 final no tapa en esencia un bosque plagado de dudosas criaturas. El Real Madrid afrontó la vuelta de octavos en San Paolo apuntado por Dante y por momentos pareció rezongar camino ya del primer círculo: romo e insolidario, contuvo primero la animosidad de los italianos y después conectó las botas al modo despeje. Sólo Modric y Kroos, los habituales, levantaban la cabeza para, en el mejor de los casos, pasársela entre ellos. Con la BBC lejos, escondida donde no llegaran las piernas de la telaraña tejida por Sarri, los blancos -que fueron de negro esta vez, aunque fue más luto que premonición- perdieron su norte y se enrocaron en giros sobre sí mismos que acababan en peligrosos ataques descarados. En uno de ellos marcó Martens, que pudo hacer otro antes del descanso. Ni el ver a Marcelo desangelado y sin alegría, embutido en esa mortaja, casi con la melena loca cristalizada, achicar balones como un náufrago en el paro sin ir más allá de sus diez metros cuadrados en defensa, hizo palidecer la esperanza de Zidane, quien se reservó la reacción para después.
Pasó tras el descanso lo que pasa tan a menudo que casi ni entra en los titulares de sucesos, algo completamente normalizado que el Madrid, como si fuera una sociedad enferma, debería paliar o disimular: que se manifestó al rescate un Sergio Ramos a medio desnudar por una primera mitad nefasta en la que perdió todas las referencias defensivas. Cabeceó el 1-1 en un córner con el que hizo volver a los suyos de la penitencia pública que habían sufrido en la primera parte, donde transmitieron una excesiva pena. Luego hizo el 1-2 con las mismas, pero la UEFA, que es clemente con la señeras y los desafíos nacionalistas, lo otorgó en propia puerta a Mertens, que desvió el balón. Así, castigaba a la vez al belga, recordándole que era humano y animándole a arrastrarse sobre su vientre, y al andaluz, a quien no permitió la gallardía del doblete. Como ocurriera en Múnich cuando el 0-4 al Bayern de Guardiola, todo lo que estaba por arder resultó quedar todavía verde. Zidane doblegó con su quietud y previsibilidad a un enemigo dispuesto a morir solo. El fuego no llegó a la mecha corta del equipo que propuso y fue el campeón quien se reiteró a través del siempre reivindicativo Morata en el 1-3, repitiendo números de la ida. Al otro lado, Ancelotti acababa con Wenger y casi sin quererlo, con muchos de esos reacios abogados de la propuesta.