Hoy he despertado con ganas de liarla. Me ha llegado, como en un lametazo cálido y no buscado, la inspiración para la ira, y no puedo detener ese nervio que lo acalambra. No siempre ocurre así, además: otras veces soy imbécil como reacción a un lugar inhóspito sin treguas, por ignorancia, porque me cunde. Porque ninguno de los que están por encima de mí han podido explicarme nada sobre esto, me ha venido como un arma a un crío acostumbrado a jugar desnudo, sin mucho que perder más que la autoconsciencia. Ahora ha sido un resorte primitivo, como si olfateara sudor en otro tiempo, pero a veces es un retroimpulso social, amparado, muy práctico y recreativo. Ni siquiera paro a pensar si tengo razón cuando destruyo, es lo de menos. De lo contrario, no tendría dónde expresarme, porque los locos -y las locas- aún somos tabú. Cada vez menos, por suerte: ahora un psicópata es un mártir, sobre todo si responde al fenotipo en cuestión que los medios pueden abrigar como parte de su narrativa. A la gente como yo los periodistas nos hacen un favor radical. Ya lo habéis visto: podemos insultar, asesinar, ahogar, violar, sobrepasamos todas las líneas rojas que existen y algunas todavía por inventar: pero estamos a salvo si el paradigma mediático necesita de nuestro relato, si importa que seamos piezas invisibles de su rompecabezas. Alguna vez he oído que el periodismo ha declinado algunas de sus funciones, pero yo estoy muy de acuerdo en que todos, hasta los imbéciles como yo, necesitamos de una marquesina. Imaginad lo que es la atención para un idiota: todo el combustible que requerimos, en realidad.
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El fútbol también pone las cosas fáciles, pero siempre he sospechado que lo uno es consecuencia de lo otro. Todavía intento dar con la fórmula. Hace unos días un imbécil como yo agredió a un tranquilo ciudadano y estos medios corrieron a practicarle la cirugía de la rivalidad. Qué bobos. Redomados y magisteriales, diría: el imbécil es imbécil con o sin equipo, con o sin siglas, con o sin dinero. Si nuestra categorización fuese tan sencilla y digna, no habría nada que lamentar. Pero a alguien le viene bien, siempre, el caos: ¡y el caos es justo! Si al periodista le interesa recurrir a la carta viral de una sociópata lo hará, de igual manera logrará escamotear gravedad a cualquiera de las licencias que nos permitamos siempre que se traduzca adecuadamente al timing de su agenda. Esto lo aprendí en clase, porque los imbéciles también somos gente leída a veces. Recordad esto. El mecenazgo del periodismo nos permite, por ejemplo, recurrir a los lugares comunes de la justificación si la respuesta a nuestra revelación se hace más tensa de lo esperado: en ese momento los medios se habrán desecho de responsabilidad y no sólo eso, podrán seguir utilizando la historia posicionándose del otro lado. Porque algunos dan asco, todavía más que nosotros que no somos más que renglones emborronados, protegidos por la medible masa social en la que nos enquistamos. Disfrazada casi siempre de las mejores intenciones y con ácido gusto a excusa, maleamos y malinterpretamos, acosamos, siempre y sin excepción con el beneplácito absoluto de nuestros generales. Somos soldados de batalla, esto también es indispensable grabárselo a fuego: seres de luz naranja sin identidad.
Reconozco que el altavoz de los medios siempre ha dado mucho juego, más ahora que el público tiene, parece, la sartén por el mango y los editores mandan a sus asalariados a razonar al frente. De sociopatías adquiridas se ha escrito mucho, pero muy poco de la violencia neta, siempre argumentable: por ejemplo, todos los -ismos posmodernos filtran mucho la verbalidad del imbécil. Cualquier ataque a la libertad de expresión es una bandera de tela delicada que puede ondearse sin distracción. Los míos y yo lo hacemos siempre: siempre que faltamos al respeto, que monitorizamos lo banal y silenciamos lo obsceno, siempre que atisbamos una falda que levantar o un rival al que desear la muerte. El humor juega también un inmenso papel favorecedor pero hay que tener cuidado porque si eres burdo o patente, no cuenta como provocación. Y a mí me gusta la sangre. Cuando abro los ojos enciendo las redes con mis cosas, profano inteligencias, desafío a todos los que van a la cola, pretendiendo pasar inadvertidos. ¡Soy anónimo! Esto lo he dejado para el final. Nadie puede tenerme si no es con acción judicial. Luego puedo volver a los comodines referenciados: persecución, estado policial, represión. Estos son los límites de toda mi excelsa charlatanería exaltada, aquí nos movemos casi sin impulso, descerrajamos dignidad como si la regalaran. Se me hace tarde ahora, y todavía no he propuesto lo importante: un día mataré a alguien y por suerte seré un caso aislado. Creo que es la forma que tienen los débiles de honrar a quienes se dejaron toda su humanidad en levantar, sobre fobias y sufrimientos ajenos, cualquier imperio, comunicativo o ideológico, al que deberse. Así que, ¿con quién la tomo hoy? Y lo crucial: ¿quién me entrevista después?
Foto de portada: Flickr